Hace unos días abrí la Biblia y me encontré unos pasajes que no había visto nunca. ¿A ti también te pasa? Bueno, quizá los hemos leído muchas veces y nunca nos hemos dado cuenta de que significa lo que significa, porque no es que no veamos las letras que hay, o las palabras, o las frases, o los relatos, sino que no entendemos el sentido.

Por eso, Jesús les explicaba las Escrituras a los Apóstoles. ¡Qué bonito! ¿Te imaginas que te explica Jesús lo que quiere decir cada cosa? Y estaba pensando que quizás los podríamos compartir. Podría yo explicarte alguno y tú me explicas alguno de los que más te gusten.

En esta ocasión vamos a hablar de las parábolas. ¡Hay tantas y tan bonitas! ¿Tú cuáles te sabes? ¿Me podrías dar una lista? No, da igual la lista. Lo importante es vivir alguna, hacerla tuya, pensar que eres tú el que está narrando Jesús. ¿Lo hacemos en forma de oración? ¿Cómo lo ves?

Voy a rezar un poquito y te invito a que pases conmigo esta hora con la mirada puesta en el Señor y el corazón casi, casi en Tierra Santa, en aquellas zonas, en aquellos montes. Y si tienes fotos, cógelas o métete en internet y mira los lugares donde estaba Jesús, los vídeos de aquella tierra, esa composición de lugar de san Ignacio, que cuanto mejor se hace, mejor se vive. Y si no, pídele al Espíritu Santo que venga. Que venga de verdad, como no ha venido nunca a tu interior. Ábrele las puertas de par en par, para que entre con su Espíritu, con su gracia, con su fuerza, con su fe, y te ayude escuchar estas parábolas de otra manera, como nunca, porque Él hace nuevas todas las cosas. Él puede hacerlo así.

Supongo que habremos meditado muchas veces el regreso del hijo pródigo y nos habremos sentido o un hermano o el otro, a veces protestando de los favores de los demás, o a veces volviendo y pidiendo perdón. Pero yo os invito a pensar en el padre cuando el hijo le pide todo. A lo largo de la vida, un padre y un hijo van estableciendo unas relaciones que sólo conocen ellos.

Recuerdo que, cuando era chico, teníamos que hacer un disfraz y yo me había puesto de espadachín, pero no tenía espada. Tenía pantalones, tenía chaleco, tenía armadura, tenía casco, pero no tenía espada. Y yo quería que mi padre fuera a algún mercado —entonces no había chinos— a buscar una espada de esas de disfraz. Pero como él no tenía ganas o no quería comprar eso, me dijo que me iba a hacer una espada de madera. Compramos unas tablas y me serró una espada que conservé muchos años. Al día siguiente, mi espada era la más fea, la más corta, pero en cuanto empezó la batalla, ustedes supondrán que gané rápido contra las espadas de plástico que habían comprado en las tiendas de disfraces. Y volví a casa orgulloso de mi padre, porque me había hecho una espada que ganaba todas las batallas.

Después le hicimos una casa a un perro de peluche y aprovechamos mucho la madera. ¿Ustedes no creen que si yo un día le pido a mi padre todo lo que me corresponde le dará más pena por la espada y la casa de madera que por el dinero o las tierras o el coche o lo que tenga? Sí. Dios, a lo largo de nuestra vida nos ha cuidado como un padre, y nos ha dado espadas, y cantos, y bodas, y cabritos, y terneros, y banquetes suculentos y manjares deliciosos. Y nosotros, o no lo sabemos aprovechar, o no nos damos cuenta que lo tenemos, o nos hemos acostumbrado, como se acostumbre el niño a saber que su padre lo da todo.

Pero cuando alguna vez te plantees marchar (marchar de la Iglesia, marchar de los sacramentos, sobre todo, marchar de la oración), piensa que tu Padre se ha regalado del todo. Te ha dado a Jesús hasta la Cruz. Y ahora tú, ¿le vas a decir que ya no te acuerdas de quién es? ¿Que no quieres nada? ¿Que te marchas? Yo no sé si vale la pena, pero si ya te has marchado, pues entonces vuelve. Vuelve, que ningún sitio es más acogedor que la Iglesia para volver. Vuelve, sí. Vuelve pronto. Vuelve ya. O dile al Señor que te haga volver si tú no te atreves.

En una iglesia de Madrid, un sacerdote de Barcelona, hace muchos años, pasaba un día libre. Había ido por otro motivo, entró en una iglesia y se sentó en un confesionario. Allí, sentado esperando por si venía alguien, oyó llorar a un chico. Era de mediana edad; quizás tendría treinta años o un poco menos. Lloraba. El sacerdote lo miraba. Se miraron los dos y salió de allí, con su estola y su sotana. Sí, era un sacerdote de esos que llevan sotana. Se acercó al último banco y le dijo:

—¿Qué te pasa, muchacho?

Y el muchacho le contestó que lo había dejado todo, en su familia y en su casa, para dedicarse al juego. Y cuando ya lo había perdido con algunos amigos, consiguió comprar droga y después se había dado al alcohol, y también al sexo, porque le habían dicho que encontraría la felicidad en el alcohol y en el sexo, o en el juego. Él buscaba la felicidad. Tampoco buscaba nada malo, pero lo buscaba mal. Lo buscaba donde no estaba.

—Yo he venido aquí a llorar.

El sacerdote le dijo:

—Bueno, ¿y por qué has venido aquí? ¿Qué quieres?

—Es que, Padre, ¿sabe? Este fue el último sitio donde yo fui feliz. Por eso he vuelto.

La historia no sé cómo sigue, pero con Jesús somos felices y volver a Él nos llena el corazón. Si te has alejado un poco, vuelve. Te está esperando, como al hijo pródigo, que lo miraba desde la montaña, a ver cuando venía. Y salía todos los días, y miraba a ver. Y dejaba sus campos, y sus vacas, y sus sirvientes, para mirar si venía el hijo.

Por aquí, por estas tierras, en Cuenca, cuando te vas de algún sitio te dicen: «O te vas porque quieres o ¿dónde irás, que más valgas?». Al amparo de Jesús, en el regazo de la Madre, junto a Dios Padre, hijo mío, cristiano que me lees, bautizado de donde seas, ¿dónde vas a ir, que más valgas? ¿Por qué quieres cuidar cerdos? ¿Por qué quieres pasar hambre, cuando en la Iglesia basta con ser un sirviente para disfrutar de su comida, de su cena y hasta de la merienda, que Jesús tiene de todo para todos?

Y si te falta qué comer, también ven, que también hay para todos. Llama a un cura y pídele. Busca a las hermanas, a las monjas, a los que reparten comida por la calle, a tantas personas que dedican su tiempo libre a amar a los demás. El que no ama no sabe qué es eso y ha cerrado su corazón. También tiene que volver a cuando amaba, porque sí, hay un momento en que el corazón se va encogiendo y ya no puede amar. Y ese día hay que volver a casa, a pedirle al Padre que recupere ese amor de niño, el amor de cuando le dio la espada, esos ratos de conversación explicando cosas, y a veces nada, porque para amarse uno puede estar en silencio, como el que ama de verdad, porque ya está dicho todo.

Si aún te queda fuerza en el cuerpo, vuelve. Y si no, pide ayuda, que te vayamos a buscar. Llama a tus amigos, a los que estén con Dios, como aquel hombre con su mujer enferma, ya en paz descansen los dos, que me dijo: «Yo no soy digno de que vengas, pero se lo he pedido a un amigo para que te traiga él». ¡Qué bonito! Le di la unción de enfermos. Murió la esposa y, cuando le pregunté si él quería, me dijo: «A mí solo me arregla Dios con un golpe en la cabeza».

Sí, le di los sacramentos y se había dado un golpe en la cabeza. Y de eso murió. No sé si vale la pena esperar a que Dios te tenga que dar un golpe o si tú solo puedes volver, porque la casa es para todos y Dios también te espera. Que así sea.

Ahora quiero contarte algo. Cuando era niño, yo ya quería ser sacerdote y tenía tanta prisa en serlo que empecé a pensar en el lema de la ordenación y en el recordatorio. Tendría siete años… Y quería una estampa en la que se viera al Buen Pastor. Me regalaron para la Primera Comunión —que, por cierto, ese día le pedí a Jesús ser sacerdote, y claro, como siempre concede lo que piden los niños en la Comunión, pues el Señor me lo ha concedido— una Biblia donde había una estampa muy grande de un Buen Pastor agachado, por encima de una piedra, cogiendo una oveja entre las zarzas. Y yo de niño pensaba que querría ese recordatorio porque estaba la oveja en posición muy difícil y bastante herida, con lo cual me quedé tranquilo y pensé que ya teníamos recordatorio.

Pero aquella Biblia la perdí, empecé a coleccionar estampas y se me olvidó que era la imagen de un libro. La buscaba entre las estampas, la miraba en las tiendas, buscaba por aquí y por allá, miraba en los libros viejos y aquello no aparecía. Cuando quedaba menos de un año para mi ordenación sacerdotal, en una casa de Castellón encontré una Biblia igual que la de niño que tenía de pequeño. Y entonces, al abrir, ya me di cuenta de que las láminas me recordaban algo. Y sí, la encontré. Salí corriendo de la casa, me fui a hacer fotocopias y envié a las carmelitas de Tiana, que iban a bordar el dibujo; otra a mi superior, para que preparara el recordatorio, y otra a mis padres, porque la había encontrado… Sí, el Buen Pastor, presente en la vida de tantos sacerdotes, presente en la vida de tantos papás, presente en la vida de los cristianos, que se alegra más por una oveja que ha encontrado que por las noventa y nueve que no se han perdido.

Si no te has perdido nunca, dale gracias a Dios, que te ha llevado de la mano toda la vida, y pídele no perderte, que está ahora la cosa con tempestad y quizá se hace de noche. Que nunca dejemos de seguir al Pastor. Que nos alegremos también de los que se reencuentran. Que no juzguemos sus historias, sus pasados. Hay una mentalidad, metida en la cabeza de muchos, que siempre está buscando aquello que los otros han hecho mal, que ve una cosa y empieza a pensar qué podría mejorarse o cómo se hubiera hecho de otra manera, o qué hubiera hecho yo. E incluso algunos van y lo dicen, y están corrigiendo todo el día. Qué angustia de vida, ¿verdad?, descubrir siempre el mal de los demás.

El Padre Alba, cuando era yo más chico, en el noviciado, nos hizo hacer una redacción con todas las virtudes de los demás. Sí, hace mucho bien. Creo que ya lo he dicho en alguna meditación. ¿Has pensado las cosas buenas que hacen los otros, los que tienes a tu alrededor? No sé si tendrás a tu alrededor ovejas perdidas, o a lo mejor ovejas negras, o a lo mejor no tienes pastor, porque ya no sabes ni quién es ni dónde está.

Hay que volver a Jesús. Hay que pedirle que salga a buscarte. Y no hay que esconderse, que esto de seguir al Señor no es un juego. No te escondas. También cuando te hable, cuando te pida cosas, cuando te cuente, no te escondas. Estate con Él. Estate, Señor, conmigo, siempre, sin jamás partirte. Y cuando decidas irte, déjame, Señor, ir contigo.

Y también tenemos la parábola de la dracma perdida. Seguro que la has escuchado muchas veces, o del tesoro escondido. El que encuentra un tesoro, lo deja allí, va a comprar el campo, vende todo lo que tiene por conseguir ese tesoro. Cuando uno se encuentra con la Palabra de Dios viva en su vida, que le habla cada día, también deja todo lo que tiene y le da todo lo mismo. Es verdad que luego hay tiempo para todo y que el Señor muchas veces arregla las cosas de manera que todo cabe, pero también es cierto que hay que venderlo para comprar el campo. Si uno no deja todo, es muy difícil que lo encuentre. Claro, es que queremos, como decíamos en el segundo binario, que Dios se adapte a nuestras cosas, no adaptarnos nosotros a las suyas.

Y muchas veces hay que dejar las cosas. Sí, dejarlo todo por Él y para Él. ¿Cómo puede ser eso, si yo tengo muchas obligaciones, tengo hijos, o el de más allá, que tiene en el trabajo un horario insufrible? Bueno, ya te lo dirá. Si tú estás dispuesto…

Ocurre lo mismo que cuando vamos a hacer Ejercicios o un retiro. Nadie puede, todo el mundo tiene mucha faena. Justo ese día no podía. Bueno, pues llega un momento en que, si tenemos la vida llena, para estar con Él, hay que vender lo demás. Hay que dejarlo. Hay que quitarlo. Y entonces se vive de otra manera el Amarás a Dios sobre todas las cosas, porque a veces lo decimos de boca, es cierto, pero luego, cuando tenemos que aplicarlo, nos cuesta mucho. No sabemos vivirlo, porque no es real o porque no nos atrevemos. Hay gente a la que le da miedo. Les impacta eso de que Dios administre realmente su vida, de que esté con ellos, de que los dirija, los guíe, de que les vaya inspirando lo que tienen que hacer, como hacía con los Apóstoles. Sí, el Señor al final te lo dice, y lo sabes. Pero hay que dejar muchas cosas que te impiden seguirle, amarle, escucharle. Por eso está deseando encontrarnos, por eso sale a la montaña, a ver si volvemos, porque sí, nos ha tenido siempre en casa, pero a lo mejor no nos hemos enterado de con quién estábamos. O nos hemos quedado solo en los regalos externos, sin descubrir la profundidad de la maravilla de su amor, sin entrar en las puertas del cielo, porque en realidad lo que ocurre es que no nos fiamos de que sea cierto, de que se puede vivir aquí el cielo en la tierra, y queremos construirlo a nuestra manera, con nuestras propias fuerzas, con nuestro sacrificio, con nuestra puntualidad, con las virtudes que creemos que son nuestras, y así no hacemos nada. Y aguantamos poco. Por eso se quedan muchos en el camino. ¿Lo han pensado alguna vez? ¿Por qué no llegan, si estaban en un grupo bueno, con una familia buena, con muchas normas buenas? Porque llevaba el peso él solo. Hay que dejarle a Jesús que sea Él el que lo lleve. ¡Dáselo! Dale tus maletas, tu coche, tu peso, tu vida, tu horario… ¡dáselo! Pero de verdad.

No sé si tendremos ocasión de estar en una iglesia, donde estén, aprovechando este tiempo de Ejercicios, de adorar un poquito al Señor. Cuando hay Ejercicios Espirituales en una casa, se suelen hacer turnos y estamos con el Santísimo Sacramento. Aquí, leyendo, es un poco difícil que lo pongamos, pero sí sabemos que está. Y si tenemos ocasión, podemos ir. Y si no tenemos ocasión, pues el Jueves Santo sí que podemos pasar un rato en el Monumento acompañando al Señor, en esa víspera de su muerte. Claro que sí. Y podemos decirle, como se dice en esas oraciones del Santísimo Sacramento: «Adorado sea el Santísimo Sacramento del altar. Por siempre sea bendito y adorado».

Bendito sea Dios, bendito sea su santo Nombre. Bendito sea Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre. Bendito sea el Nombre de Jesús. Bendito sea su sacratísimo Corazón. Bendito sea su preciosísima Sangre. Bendita sea la excelsa Madre de Dios, María Santísima. Bendita sea su santa e inmaculada Concepción. Bendita sea su gloriosa Asunción. Bendito sea el nombre de María, Virgen y Madre. Bendito sea san José, su castísimo esposo. Bendito sea Dios en sus ángeles y en sus santos.

La Eucaristía, ese manjar que nos prepara el Padre junto a los dos hermanos, el que se fue y el que se queda, junto a la oveja perdida que hemos encontrado y junto a las noventa y nueve que no necesitaban encontrarse, pero que tampoco sean de las que dicen que son sanas, porque entonces no necesitarán al médico, y Jesús viene como médico a sanarnos las enfermedades del alma y del cuerpo. Sí. ¿O no nos creemos que nos puede sanar las enfermedades del cuerpo?

Y nos queda una parábola para hoy, la del amigo inoportuno, tan importante para mí. Sí. Muchas veces le decimos al Señor: «Ahora no», «no puedo», «ya veremos». Y siempre hay un amigo bueno que insiste, que te dice, que te repite, que te vuelve a decir, y tú para un lado, y tú para el otro, como si jugáramos al pilla-pilla con Jesús. Y en realidad, lo único que quiere es darnos lo que Él ha recibido. ¡Cuántas veces hemos dicho que no a las inspiraciones del Señor! ¿Y hay que ponerse pesado? Quizá sí. Como dice san Pablo, «a tiempo y a destiempo», o como decía la parábola: «Si no te da un trozo de pan porque es tu amigo, que te lo dé por ser tan pesado». Sí. Es la historia de uno que tiene un invitado y va al vecino a pedirle pan, y el otro le dice que está durmiendo, y que ya no se lo puede dar, que se marcha, que no le moleste. Y le vuelve a llamar: «Por favor, que tengo este amigo aquí, que no tengo cena, dame un poco de pan para no acostarlo sin comer». Y así le repite y le repite hasta que le abre la puerta. Nosotros tenemos que recibir también muchas veces esa invitación e incluso nosotros con Jesús podemos hacerlo cuando le pidamos cosas, aunque la mejor manera de que nos las conceda es alabándole siempre. Sí. Pedimos mucho y alabamos poco y orar es hablar con Dios para alabarle, darle gracias y pedirle beneficios.

Pedirle beneficios sabemos todos. Vemos que todo el día, todos los días, a todas horas. Darle gracias ya sabemos menos. Estuve en el Santuario de la Virgen de Tejeda, en la sierra de Cuenca, dos años, destinado allí como párroco. Y era hermoso, es hermoso ver, la cantidad de peticiones de misas que hay de acción de gracias a la Virgen… Algún difunto, y más de acción de gracias. ¡Qué pocas veces damos las gracias!

Siempre cuento que a veces te pide una chica que reces para que encuentre novio, y luego ya lo encuentra y no te dice nada, y tú sigues rezando para que encuentre novio, y al final le preguntas a una amiga: «Oye, ¿qué pasó con aquella?». «Uy, ya se casó, tiene tres hijos». Y digo: «Bah, me lo podría haber dicho, porque ya llevo rezando por su novio no sé cuánto tiempo». Entonces, cuando Jesús nos da algo, hay que darle las gracias, igual que cuando nos lo dan los demás.

Y por último, alabar a Dios. ¿Cuándo alabamos a Dios? Sí, bueno, lo alabamos en el Gloria, en el Santo, en Misa, con los salmos… ¿Pero le estamos alabando realmente o estamos rezando los salmos porque ahora toca rezar salmos porque es la hora de los Laudes y yo rezo Laudes porque en mi comunidad se rezan y yo tengo esa costumbre? ¿Pero tú has ido a alabar a Dios o has ido a ver cuánto tardabas para hacer lo que había después? ¡Cuántas veces me lo han dicho! ¡Qué pocas veces lo he vivido! ¡Qué tarde te he encontrado, qué tarde!

Que no te pase lo mismo. No sé los años que tienes, pero quizás estás a tiempo de rezar los Laudes para alabar a Dios, para estar con Dios hablando con Él, para darle gracias de tanta misericordia, de tanta bondad, de tanto don a través de su Evangelio, de su vida, de sus palabras, de todo lo que nos enseñó, del Sermón de la Montaña, del Sermón de la Cena, ¡de tantas cosas que nos está dando continuamente! ¡De los sacramentos, de nuestros padres, de nuestros hermanos, de la vida, del sol, de la luna, de las estrellas, de los pájaros, de los peces, de la comida, de la casa, de los coches, de los motores y hasta de los móviles le podemos dar gracias a Dios, que seguro que alguna meditación la puedes oír con el móvil!

Cuando las cosas se usan bien, cuando se ven como un regalo suyo, son un medio para llegar a Él, un medio que puedes aprovechar o desperdiciar. Quizás, si Jesús no cabe, has de quitar algo. Si no sirve para tenerlo a Él, no sirve para nada. Pero si sirve, aprovéchalo. Ponte en camino, vuelve, empieza otra vez, recupera ese amor de niño a la Eucaristía, como aquel chico que hemos dicho de la Primera Comunión, que volvió a la iglesia porque allí había sido feliz. Sí, tú puedes hacerlo. No lo dejes. No lo dejes nunca. No dejes tu ratito de hablar con Dios. No lo dejes.

Nos queda ya este tiempo para el coloquio, ese momento en que san Ignacio nos propone una conversación con Jesús de todo lo que hemos meditado, o de otra cosa. Quizás de algún amigo que se fue, que ha dejado la fe, porque la vida le ha tratado mal o porque la enfermedad ha venido a buscarle y no ha sabido encajarlo. Por el motivo que sea. A veces, algunos se van de la fe y no se sabe por qué.

Podemos hablarle de todos ellos, con sus nombres, el nombre de sus familiares. Podemos explicarle las causas. Jesús ya las sabe, pero a lo mejor le gusta oírnos, como a las madres, que les gusta cuando los hijos les piden que les den comida. Sí, ya saben que toca comer, pero les gusta que el niño se lo pida.

Jesús, haz que nunca me separe de ti. Haz que nunca me aleje. Y, sobre todo, que nunca me crea que puedo ir solo, sin ti, o que no te necesito, como tantas personas o tantas veces que creemos que esto ya lo sabemos hacer, «esto es lo de siempre», «aquí lo que hay que hacer es esto», como una receta de cocina: vamos a ponerle patatas, después picamos la cebolla, después batimos los huevos, y nos comemos una tortilla buenísima. No. Las cosas de Dios no son con receta. No. Ni siquiera los pecados se evitan con receta, sino con la gracia del cielo. Sólo con la gracia del cielo. Lo que nosotros hagamos no vale nada. No sirve de nada. Sólo importa que le dejemos hacer a Dios en nosotros, y Él sólo empieza a trabajar si tú paras. Si tú estás empeñado en colaborar con la gracia… ¡ya estamos! Que no, que no hay que colaborar con la gracia. Lo he dicho antes y lo repito ahora: sólo hay que dejarle hacer a la gracia. Nuestras actitudes, acciones, virtudes, provechos personales, no sirven para nada porque hacen el ridículo al lado de la sangre de Cristo. Y si alguien te ha enseñado lo contrario, puede que se haya equivocado. No lo habrá hecho a malas, pero puede que se haya equivocado y te esté impidiendo ver el amor de Dios. Dentro de unos esquemas, unos parámetros y unos cuadrantes y unos horarios, y entonces, sí, entonces iré al cielo… ¡Que no! ¡Que al cielo iré si le doy la mano al Señor, si me dejo guiar por Él, como la oveja cuando se pierde! Y si no sabes el camino, si te encuentras perdida, espérate. Ya te lo dirá. Ten paciencia, que a veces queremos todas las cosas ya.

Jesús, que sepa esperar. Que sepa esperar tus designios, lo que tú quieres, lo que tú necesitas. Que sepamos todos esperar lo que Tú quieras, en cada programa, en cada idea, en cada compañero, en cada voluntario, en cada lector, en cada parroquia, en cada ciudad, en cada emisora, en cada diócesis, en cada iglesia… Que sepamos esperar tu voluntad, Señor. Que sepamos escuchar lo que Tú quieres que hagamos y que nos fiemos, que siempre, por detrás, vendrá nuestra Madre del cielo para acompañarnos, para consolarnos, para darnos fuerza, constancia, esperanza, alegría. ¿Por qué no hay alegría en la Iglesia? ¿Qué nos pasa? Si en tu vida no hay alegría, no hay gozo interno, pídeselo al Señor, déjale que entre, porque hay algo que está impidiendo que seas un cristiano de verdad. Porque un santo triste es un triste santo. Y con los sacramentos viene la alegría. Dios te bendiga.

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