En estos tiempos en los que la mujer sufre discriminación en tantos países del mundo por el mero hecho de ser mujer, creo que es importante ver cómo trataba Jesús a las mujeres. Vamos a empezar colocándonos en ese momento de la Sagrada Escritura en que le llevan a una mujer que ha sido sorprendida en adulterio y después nos iremos al pozo con la samaritana. Por último, estaremos un rato en casa de Marta y María.
«Tampoco yo te condeno», le dice Jesús a la mujer. Pienso en la cantidad de ocasiones en que juzgamos sin darnos cuenta a los demás:«porque lo manda la ley», decimos, o «porque este lo está haciendo mal y este otro peor»… En el fondo, es como si pretendiéramos quitarle el trabajo a Dios. Es como si nos pusiéramos como centro de lo que ocurre a nuestro alrededor, como jueces, sin misericordia, sin comprensión, metiéndonos donde nadie nos ha llamado. Eso mismo hacían los fariseos. Si alguien encontraba a una mujer en adulterio, la ley mandaba apedrearla. ¡Pues menos mal que se encontró con Jesús, que si no la asesinan allí mismo!
Hay una parte del perdón que quisiera explicar aquí. Es frecuente que, cuando nos Dios ya nos ha perdonado, todavía nos falte perdonarnos a nosotros mismos. No entendemos que el cielo no depende de que nuestro expediente esté inmaculado. Al cielo, a la Sangre de Cristo y a Dios mismo les da igual como esté nuestra alma, porque es Él el que la limpia. No depende de lo limpio que nosotros hayamos dejado nuestro interior con nuestra buena confesión, nuestras buenas palabras o nuestro buen examen de conciencia. No. No depende de eso.
Dios nos ha perdonado, pero nos queda un sentimiento de culpa que vamos arrastrando y del que nos tenemos que liberar, porque los pecados que Dios nos ha perdonado desaparecen como si nunca hubieran existido, como si no los hubiéramos cometido. No tenemos que ir limpiándolos progresivamente, como si hubiera vuelto a aparecer la mancha, como pasa en las paredes cuando hay mucha humedad. No, el pecado no está. Queda iluminado. Y si no lo creemos así, entonces pensamos como los protestantes, que creen que la Sangre de Cristo nos tapa, pero que los pecados se quedan dentro. No. Los sacramentos nos santifican, nos hacen santos, como Jesús. Por eso murió en la cruz. Para salvarme.
La mujer adúltera no solo se salva porque Jesús le salva la vida (evita que la apedreen), sino porque le dice: «Tampoco yo te condeno». Es cierto que también le recomienda que no vuelva a caer: «Vete y en adelante no peques más»[1]. Y atentos aquí, porque a los que juzgan a la mujer Jesús ni los mira. Cuidado cuando Jesús no te mire. Puede que lleves razón y que Él no te mire… Entonces, a la mujer le dice Jesús: «El que esté libre de pecado, que tire la primera piedra». No sé si nosotros estamos capacitados para tirar piedras a nadie. A veces puede dárnosla sensación de que tenemos la obligación de corregir al otro, porque hemos entendido la corrección fraterna como si fuera el primer mandamiento de la ley de Dios y de los hombres, del código civil y de las leyes de circulación, y vamos enmendando la plana a los demás, diciéndoselo que deberían hacer. Pero pensemos un momento: ¿No será el otro lo suficientemente mayor como para preguntarle a quien quiera —si es que necesita preguntar—, y dejar que el Señor le inspire también a él, igual que te inspira a ti?
En una ocasión, Monseñor Munilla escribió una carta muy hermosa para el inicio de la Cuaresma que se titulaba «Dios existe y no eres tú». Pues sí, no tenemos la responsabilidad —ni tenemos a lo mejor la capacidad— de decirle a todo el mundo lo que tiene que hacer y lo que no. Más vale que tiremos las piedras al suelo, y nos vayamos hacia atrás… Tristemente, sé de lo que estoy hablando por experiencia propia, por experiencia ajena, por los estudios, y por la investigación personal, porque es un tema al que me he dedicado mucho. León XIII, en 1890, escribió un documento que se llama “Quemadmodum”, advirtiendo de los peligros de los que se meten en la vida de los demás, como los fariseos que querían apedrear a esa mujer porque la habían sorprendido en adulterio.
¡Qué bonita es la misericordia de Dios! ¡Qué oportuno ese encuentro de Jesús con la mujer adúltera! ¡Con qué cara se despediría de Él esa mujer, dándole gracias porque la había amado! Muchas veces nuestros pecados son consecuencia de que no hemos sido amados de verdad o no hemos experimentado el amor de Dios. ¿Y cuáles son los pasos para experimentar el amor de Dios? El primero es ponerse a los pies del Señor y pedirle perdón, porque todos llevamos dentro cosas que hay que perdonar. Y más que a pecados, aquí en concreto me estoy refiriendo a actitudes, a nuestra forma de ver a los demás, a nuestro modo de entender la fe, etc. Porque la nuestra no es la única manera de ver las cosas, ni tenemos que meter a todo el mundo en el mismo patrón. Cuando un sastre va a hacer un traje y toma las medidas a una persona, si ve que tiene algún problema en el hombro, por ejemplo, ya se las arregla él para adaptar la tela; no se le pasa por la cabeza cortarle el hombro a la persona… Pues bien, así hace Dios con nosotros. Él sabe que nuestra capacidad tiene límites y como es todopoderoso, puede adaptarse a cada uno. Lo que no podemos hacer es quererle imponer a Dios nuestros parámetros, porque si tenemos poca tela y cortamos mal, todavía podemos meter a la gente en trajes en los que no caben…
Lo segundo que tenemos que hacer es tirar las piedras al suelo, no a los demás. «El que esté libre de pecado que tire la primera piedra». Nosotros no somos quién para condenar a nadie.
Por último, tenemos que abrir el corazón a Dios para que Él haga lo que quiera. Nosotros solos lo único que podemos hacer es fuerza para tirar una piedra o un palo, pero no para que Dios venga. El don de Dios es la herencia que Él promete a sus hijos. Y la herencia se gana porque se es hijo, no porque se trabaje mucho. Lo dice san Pablo en la Carta a los Colosenses: «Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres: sabiendo que recibiréis del Señor en recompensa la herencia»[2].
Del encuentro de Jesús con la mujer adúltera vamos ir ahora a Samaria, una tierra de la que los judíos se burlaban hasta el punto de que, para pasar de Galilea a Judea, daban un rodeo para no cruzar Samaria, que era casi como una tierra maldita. Allí es donde va Jesús, y mientras sus discípulos han ido a buscar algo para comer, él se queda sentado en un pozo. Y llega una mujer con un cántaro de agua, y Jesús habla con ella. No deja de resultar llamativo que, en un tiempo y en una sociedad en que los hombres no tenían muy en cuenta a las mujeres, Jesús le dirija la palabra. Y le dice: «Dame de beber»[3]. Ella se sorprende y le contesta: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana? (porque los judíos no se tratan con los samaritanos)». Es decir, ¿por qué te humillas, tú, que eres judío? ¿Por qué te rebajas y me pides agua a mí? Eso nos pasa a veces a los sacerdotes, a quienes muchos laicos pueden dar de beber, y corremos el peligro de colocar una especie de atalaya a nuestro alrededor —lo que el Papa llama «clericalismo»—, y nos pensamos que nadie nos tiene que aportar nada, que somos nosotros la fuente del agua vida. Dios puede dar su gracia a quien quiera y como quiera. No está sujeto a los sacramentos.
El pozo, además de tener agua, representa la profundidad que tiene Jesús, que no se acaba nunca. El cántaro, quizá un poco sucio o algo roto que lleva la samaritana, podemos ser nosotros mismos. Ella, al ponerse a hablar con Jesús, cae en su bendita trampa. Queda presa de Jesús y así se hace libre. En realidad, esas son las únicas ataduras que deberíamos tener todos, las de Jesús. Todo lo demás nos está impidiendo beber del agua que nos quitará la sed…
Jesús y la samaritana se ponen a hablar como dos amigos, sin juzgarse. Es entonces cuando Jesús le dice: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice “dame de beber”, le pedirías tú, y él te daría agua viva».Hay que pedirle al Señor el agua que da la vida, cada día; y un día, Dios te la regala, sin que tú hayas hecho nada para merecerla. Y entonces te dice: «Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así»[4]. No hace falta ir al templo de Jerusalén para hablar con Dios; en realidad, casi no hace falta ninguno, porque Dios se manifiesta donde quiere. Por supuesto que es muy bueno tener iglesias, y si tenemos dos en nuestro pueblo, mejor que una; y si tenemos tres, mucho mejor todavía. Pero también podemos hablar con Dios donde estemos: en un pozo, en tu habitación, en un barco, en un avión, en el metro, en el autobús… Da igual dónde. ¿O es que le vamos a poner nosotros a normas a Dios para comunicarse, como si fuéramos una compañía telefónica, estudiando los precios y la cobertura?
Lo que sí debemos reservar por nuestra parte son tiempos para hablar con Dios. Porque a veces Jesús no nos puede dar de su agua porque no tenemos tiempo para sentarnos con Él y pedírsela; ni siquiera tenemos tiempo para recibirla. Cuando a san Francisco de Borja le hicieron virrey de Cataluña, aumentaron sus responsabilidades, obligaciones y compromisos; y cuanto más tenía que hacer, más rezaba. Y luego las cosas iban saliendo igual o mejor…
La oración cambia la vida de color. Algunos hablan de hacer oración, pero creo que la oración no se hace. ¡Si es solo dejarse llenar de Dios! Nosotros no hacemos nada, es Jesús quien viene… Lo que pasa es que tenemos hasta el lenguaje corrompido. Pensamos que tenemos que hacer, que actuar, que todo salga de nuestros esfuerzos; pero no, no es así. Hay que dejarle hacer a Él.
Vamos a permitirle a Jesús, que puede leernos por dentro y que lo sabe todo de nuestra vida, entrar en nuestro corazón. Podemos incluso pedirle que nos diga qué piensa de ese corazón. ¿Intentamos que se parezca al suyo, les decimos a los demás que hemos encontrado al Mesías? Eso es precisamente lo que hizo la samaritana, que después de que Jesús le dijera: «Tienes razón, que no tienes marido: has tenido ya cinco, y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad»—, «se fue al pueblo y dijo a la gente: “Venid a ver un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho; ¿será este el Mesías?”».
Vamos a pedirle a la samaritana, que después de ese encuentro con el Señor y el apostolado que hizo ella, seguro que se fue al cielo, que nos ayude a descubrirle, para que como a ella, Jesús nos pueda decir a cada uno: «Soy yo, el que habla contigo».
Lo que le pasó a la samaritana, a la mujer adúltera y a todas las personas que se encuentran con Jesús es que encuentran el amor de su vida. Y a partir de ese momento, solo pueden contarlo a todo el mundo. A veces, cuando explican lo que les ha pasado, los demás no les comprende, y les miran mal, como diciendo: «¿Qué le ha pasado?». La respuesta es muy sencilla: que ha tenido un encuentro con Cristo y ha experimentado el amor de Dios, un amor de Dios que tantas veces experimentaron Marta, María y su hermano Lázaro.
Jesús iba a Betania a descansar, a pasar allí la tarde, o el fin de semana. Sí, porque Jesús también descansaba. Vamos a profundizar un poco en el descanso y el trabajo, porque nos acecha el peligro de convertirnos en activistas. El activismo es una enfermedad relacionada con la vida espiritual que consiste en trabajar mucho para llegar así al Señor, a base de trabajo, como hacen los siervos. Y eso está bien, pero es peligroso, porque el Señor no necesita nuestro trabajo para redimir el mundo ni para llegar a nosotros.
Cristo no murió en la cruz para que yo sea trabajador. Murió para salvarnos, y la manera de gustar de la salvación de Cristo no es a base de trabajar. Que nadie me entienda mal, porque aquí no me estoy refiriendo a que haya que ser un gandul. Lo que me gustaría es que veamos si llenamos de nuestro trabajo nuestro día, nuestra tarde, nuestra noche. ¿Cuándo estamos con Dios, junto al pozo, charlando? ¿Cuándo le das tiempo a Dios para que te dé tus dones?
Betania era entonces un pueblito pequeño. Aún hoy permanece algo apartada. Tiene una iglesia muy hermosa que cuidan los franciscanos, de planta cuadrada, con una grande. En tiempos de Jesús, la casa de la familia de Lázaro debía ser un lugar acomodado. De hecho, cuando Jesús resucita a Lázaro se sabía que se había muerto; Lázaro no era una persona que pasase desapercibida, ni en su pueblo ni en la zona. En cualquier caso, cuando Jesús llegaba a Betania no iba sola. Le seguían muchos discípulos y había que atender a toda aquella gente. Yo no sé por qué, pero parece que cuando hay invitados se multiplica la faena de una manera excesiva. No es que haya el doble de trabajo si hay el doble de personas, no; hay más del doble… Y Marta se entrega de lleno, mientras Jesús habla y María le escucha. Llega un momento en que Marta se cansa. No sabemos cuánto tiempo llevaba Jesús en la casa, si habría pasado un día o dos, pero Marta no para entre la cocina, el comedor, otra vez la cocina, el jardín, el salón… Al final no puede más y avisa. Es bueno avisar antes de quemarnos. Eso se hace sobre todo en las comunidades religiosas, porque cuando uno se quema, ya no tiene solución. El pan quemado, carbonizado, hay que tirarlo a la basura porque además está malísimo y sienta mal. Lo que hace Marta es avisar a Jesús: «Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano»[5]. Jesús dice entonces la famosa frase: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada»[6].Es decir, no hace falta para nada todo el trabajo que hacemos. Lo que hace falta es llenarse de Dios; entonces, el trabajo no se convierte en un trabajo, o en una pesada carga, sino que se convierte en un regalo. Y Jesús añade que María ha escogido la mejor parte. De eso es de lo que quizá todavía nos haga falta convencernos a todos, no solo a las personas que se dedican a la vida contemplativa —a veces pensamos que la intimidad con el Señor es una cuestión que solo atañe a las religiosas contemplativas, y solo a algunas—. No es así. Los dones de Dios son para todos y Él nos los quiere dar a cada uno, ya vivamos en familia o en un convento, ya estemos en el Himalaya o en Alaska, eso no importa. El Señor quiere darnos sus dones y que los repartamos a los demás; lo que no puede ser es que nosotros nos neguemos a esa obra porque tenemos que hacer nuestro trabajo…
Este encuentro de Jesús con María nos puede servir para ver de qué hablaban. Podemos preguntárselo o incluso escuchar la conversación. O, si nos parece mejor, ir al momento de la resurrección de Lázaro: «Cuando llegó María adonde estaba Jesús, al verlo se echó a sus pies diciéndole: “Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano”. Jesús, viéndola llorar a ella y viendo llorar a los judíos que la acompañaban, se conmovió en su espíritu, se estremeció y preguntó: “¿Dónde lo habéis enterrado?”. Le contestaron: “Señor, ven a verlo”».
Jesús, ante la muerte de Lázaro, se echa a llorar, pero también pide fe. Marta le dice: «“Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá”. Jesús le dijo: “Tu hermano resucitará”. Marta respondió: “Sé que resucitará en la resurrección en el último día”. Jesús le dijo: “Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. Ella le contestó: “Sí, Señor: yo creo que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo”». Ante la respuesta de Marta, que cree en la resurrección de los muertos, pero ya en la vida eterna, Jesús le dice que no, que va a resucitar en ese momento. Y, estando ya delante del sepulcro, cuando Jesús ordena que quiten la losa, Marta le avisa de que ya olerá mal el cuerpo de Lázaro. Ante eso, Jesús le replica: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?». Y ordena a Lázaro que salga fuera, resucitándolo y consolando así a las dos hermanas.
No sé si alguna vez nos hemos planteado que el Señor pueda descansar con nosotros, igual lo hacía en Betania con los tres hermanos. Si nuestra compañía y nuestro trato pueden descansar a Jesús… Incluso cuando rezamos, a veces podemos ponernos a hablar sin parar, pidiendo muchas cosas y olvidándonos de que a lo mejor solo es necesario decir, como el mismo Jesús nos enseñó: «Santificado sea tu nombre… Venga a nosotros tu reino… Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo».
Me gustaría contemplar ahora la despedida de la vida pública de Jesús. Podemos imaginarnos que estamos en casa, quizás en Nazaret, donde Jesús ha venido a despedirse de su madre y a decirle que van a entregarlo pronto. Que aquellas espadas de las que había hablado Simeón llegaban a su cumplimiento. Me vienen a la cabeza las procesiones que en Semana Santa se celebran en tantos lugares de España, donde la Virgen Dolorosa es sacada en procesión por las calles. Muchos se ocupan de cómo va vestida, de las flores, de las luces, de la banda de música que acompaña al paso, etc. Y eso está bien, claro que sí, pero, ¿meditamos también en cómo va ese corazón de Madre? La Virgen se acaba de separar de Jesús. Ella es la mejor de las madres, del que ha sido el Hijo con mayúscula, es decir, el mejor de los hijos. ¡Qué buena pareja hacían Madre e Hijo! ¡Qué amor el suyo, tan amor perfecto, correspondido al máximo, con una inteligencia plena y un entendimiento total de lo que iba a ocurrir!
Los apóstoles y los discípulos de Jesús hicieron lo que pudieron en aquellos difíciles momentos. Algunos negaron a Jesús; uno lo vendió; otros salieron corriendo; y otros no sabían lo que pasaba ni lo iban a saber hasta que viniera el Espíritu Santo… Los fariseos, por su parte, solo tenían envidia y querían matarlo para quitarlo de en medio, porque les había dicho la verdad. ¡Cuántas veces, cuando nos dicen la verdad, nos comportamos como fariseos! No queremos escuchar que estamos haciendo las cosas mal y preferimos atacar a los otros en lugar de aceptar lo que nos están diciendo. El Cirineo pasaba por allí y le obligaron a cargar con la cruz. Contemplando todo esto, al final uno puede pensar que nadie se está enterando realmente de lo que ocurre, salvo el Hijo y la Madre.
Y en ese dolor de Madre e hijo, podemos considerar las deserciones de personas que han estado en la vida de Jesús cuando era niño, jugando con él, y después, ya más mayores, escuchándole predicar, siendo testigos de sus milagros, caminando con Él por caminos llenos de barro, por la arena, por la playa… En fin, personas que, habiendo pasado tantos momentos especiales con Jesús, aún así, se van. Hoy también podemos decir eso. ¿Quién no ha pasado momentos de intimidad con el Señor y con la Virgen, y después ha apartado por completo de la fe? Y aunque Dios y Nuestra Madre siempre esperan, les duele.
No sé si nos atrevemos a ser el consuelo de la Virgen Santísima allá donde estemos. No hace falta que hagamos un plan, ni un horario, ni que nos lo impongamos como una obligación. Se trata de hacerlo por amor. Ella colaboró en la Pasión y muerte de su Hijo por nuestra salvación. Por ese amor que nos tiene, por esa corredención, nosotros debemos estarle agradecidos y ofrecerle nuestro consuelo —si queremos, claro—. ¿Y cómo se consuela a la Virgen? En primer lugar, guardando silencio para escucharla. En segundo lugar, haciendo lo que nos pida, porque tiene que ser Ella la que nos diga lo que quiere que hagamos para consolarla. En tercer lugar, amando mucho a su Hijo, porque al final lo que le produce disgusto es el desaire, el desinterés y la indiferencia ante su Hijo, hecho hombre en su seno para vivir y morir por nosotros, para salvarnos.
Muchas veces no creemos en la salvación de Jesús o no la queremos porque estamos muy acomodados con lo que tenemos y queremos seguir así. No nos gusta implicarnos, ni que nos líen, ni comprometernos con el consuelo de la Virgen ni el consuelo de nadie. Por eso, se muere una persona y, al cabo de dos meses, ya estamos cada uno a lo nuestro, como si nos diera igual quién se ha muerto, quién se ha quedado huérfano o viuda o quién ha perdido a un hijo. Se nos pasa pronto…Con la Virgen nos pasa igual. La hemos adornado en Semana Santa pero, ¿queremos realmente consolar su Corazón Inmaculado? ¿Nos hacemos partícipes del misterio paseamos por nuestras calles?¿Cristianizamos nuestro corazón?
El Corazón de Cristo sufre junto a su Madre Dolorosa por los pecados de la humanidad. ¿Sufrimos por nuestros pecados y por los de los demás? ¿Intentamos que el Señor pueda rebelarse a todos para que dejemos de pecar y contemplemos su gloria y el gozo de sus dones?
Me gustaría compartir con el lector una poesía de Gabriel y Galán que se titula «La pedrada» y que habla sobre nuestra manera de vivir la Semana Santa y la fe de nuestros padres, nuestra historia y esas procesiones que mantenemos, tan hermosas, pero que no sé si están consolando el Corazón de la Virgen o se han reducido a una muestra más del folclore popular.
I
Cuando pasa el Nazareno
de la túnica morada,
con la frente ensangrentada,
la mirada del Dios bueno
y la soga al cuello echada,
el pecado me tortura,
las entrañas se me anegan
en torrentes de amargura,
y las lágrimas me ciegan,
y me hiere la ternura…
Yo he nacido en esos llanos
de la estepa castellana,
cuando había unos cristianos
que vivían como hermanos
en república cristiana.
Me enseñaron a rezar,
enseñáronme a sentir
y me enseñaron a amar;
y como amar es sufrir,
tambiénaprendí a llorar.
Cuando esta fecha caía
sobre los pobres lugares,
la vida se entristecía,
cerrábanse los hogares
y el pobre templo se abría.
Y detrás del Nazareno
de la frente coronada,
por aquel de espigas lleno
campo dulce, campo ameno
de la aldea sosegada,
los clamores escuchando
de dolientes Misereres,
iban los hombres rezando,
sollozando las mujeres
y los niños observando…
¡Oh, qué dulce, qué sereno
caminaba el Nazareno
por el campo solitario,
de verdura menos lleno
que de abrojos el Calvario!
¡Cuán suave, cuán paciente
caminaba y cuán doliente,
con la cruz al hombro echada,
el dolor sobre la frente
y el amor en la mirada!
Y los hombres, abstraídos,
en hileras extendidos,
iban todos encapados,
con hachones encendidos
y semblantes apagados.
Y enlutadas, apiñadas,
doloridas, angustiadas,
enjugando en las mantillas
las pupilas empañadas
y las húmedas mejillas,
viejecitas y doncellas,
de la imagen por las huellas
santo llanto iban vertiendo…
¡Como aquellas, como aquellas
que a Jesús iban siguiendo!
Y los niños, admirados,
silenciosos, apenados,
presintiendo vagamente
caminábamossombríos
junto al dulce Nazareno,
maldiciendo a los judíos,
¡que eran Judas y unos tíos!
II
¡Cuántas veces he llorado
recordando la grandeza
de aquel hecho inusitado
que una sublime nobleza
inspiróle a un pecho honrado!
La procesión se movía
con honda calma doliente.
¡Qué triste el sol se ponía!
¡Cómo lloraba la gente!
¡CómoJesús se afligía!…
¡Qué voces tan plañideras
el Miserere cantaban!
¡Qué luces, que no alumbraban,
tras las verdes vidrieras
de los faroles brillaban!
Y aquel sayón inhumano,
que al dulce Jesússeguía
con el látigo en la mano,
¡Qué feroz cara tenía!
¡Qué corazón tan villano!
¡La escena a un tigre ablandara!
Iba a caer el Cordero,
y aquel negro monstruo fiero
iba a cruzarle la cara
con un látigo de acero…
Mas un travieso aldeano,
una precoz criatura
de corazón noble y sano
y alma tan grande y tan pura
como el cielo castellano,
rapazuelo generoso
que al mirarla, silencioso,
sintió la trágica escena,
que le dejó el alma llena
de hondo rencor doloroso,
se sublimó de repente,
se separó de la gente,
cogió un guijarro redondo,
miróle al sayón la frente
con ojos de odiio muy hondo,
paróse ante la escultura,
apretó la dentadura,
aseguróse en los pies,
midió con tino la altura,
tendió el brazo de través,
zumbó el proyectil terrible,
sonó un golpe indefinible,
y del infame sayón
cayó botando la horrible
cabezota de cartón.
Los fieles, alborotados
por el terrible suceso,
cercaron al niño airados,
preguntándole admirados:
—¿Por qué, por qué has hecho eso?…
Y él contestaba, agresivo,
con voz de aquellas que llegan
de un alma justa a lo vivo:
—¡Porque sí; porque le pegan
sin haber ningún motivo!
III
Yo, que con los hombres voy,
viendo a Jesús padecer,
interrogándome estoy:
¿Somos los hombres de hoy
aquellos niños de ayer?
Creo que plantearnos estas cosas durante las procesiones, y también siempre que contemplemos la Pasión de Jesús, viene bien para que nos preguntemos si estamos dispuestos a acompañar al Señor en ese silencio, en ese respeto, y no por cultura, sino por fe; y no solo por fe, sino por amor. Si estamos dispuestos a unirnos a la Pasión del Señor, en lo poco que podemos, para desagraviar por los pecados de la humanidad y los nuestros.
COLOQUIO
El final de esta meditación lo vamos a destinar a hacer un pequeño coloquio con la Virgen Dolorosa y con esas santas mujeres que vivieron cerca de Jesús y disfrutaron de sus consuelos y sus consejos, de su compañía y de su ternura. Podemos pedirle a la Virgen que nos dé más ternura para amar a los demás. ¿Cómo trataría Ella a todas las personas que se le acercasen a contarle lo que había dicho Jesús, los milagros que había hecho? Y también podemos pedirle que nos dé su amor inmaculado, limpio, que traspasa y llega a todas partes porque es el amor de Dios. Que el amor nos brote del alma y del corazón y así amemos y seamos correspondidos: que los padres reciban el amor de los hijos, que los abuelos reciban el amor de los nietos y también de sus hijos, y los maridos de las esposas, y las esposas de los maridos… Señora, danos siempre tu ternura. Danos el amor del Corazón de Jesús a través del tuyo.
Pensemos lo que dijo la Virgen en Fátima: «Por fin mi Inmaculado Corazón triunfará». Nada fue en vano: ni el dolor de la Pasión, ni la soledad, ni la indiferencia de los que no quisieron aceptar sus beneficios. Madre, alcánzanos el perdón a los que todavía hoy continuamos equivocándonos y hacemos daño a los demás, para que podamos ver un día la gloria del cielo, en tu compañía, Madre, y en la de tantos santos que nos han precedido.
Le pedimos a Marta que nos ayude con el trabajo, que también hay que hacerlo, y que nos enseñe también a parar, como le intentó enseñar Jesús a ella. A María le decimos que le pida a Jesús que se acuerde de nosotros cuando el tiempo nos esté ahogando, y no tengamos suficiente para dedicarle a Él y para dejarnos llenar de su amor, de su esperanza, de su fe y su misericordia. A la mujer adúltera le pedimos que interceda por nosotros cuando nos equivoquemos, para que no nos rindamos nunca en el camino de pedir perdón al Señor, de purificar el alma, la mirada, las actitudes, los pensamientos…Que allá donde estemos pueda decirse que nuestro corazón tiene los mismos sentimientos que el Corazón de Jesús.
Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío. Dulce Corazón de María, sed la salvación mía. Que esos dos corazones vayan modelando el nuestro y nos enseñen a acompañar a Jesús y a su Madre Dolorosa durante la Pasión y muerte del Señor, como hacen los familiares más cercanos cuando alguien sufre o cuando vivimos la pérdida de un familiar. Que estemos ahí junto a ellos, acompañándoles. Así sea.