Vamos a reflexionar sobre dos meditaciones típicas de San Ignacio: Los tres Binarios y las Dos Banderas. Con el nombre de binarios se refiere a tipo de persona y entonces hace un análisis de las actitudes que tomamos cuando Dios nos pide algo y en las dos banderas (ya sabemos que rea militar) simboliza dos ejércitos.
Vamos a tener que hacer una composición de lugar. Si no quieren imaginarse dos ejércitos actuales porque san Ignacio no nació ahora y la batalla que presenta se asemeja más al campo de batalla similar al que pudo tener la novela de Las Crónicas de Narnia, que con tomas aéreas reflejan los dos ejércitos preparado el uno contra el otro. Es una batalla que termina porque les hunden el suelo; se han metido por debajo de la tierra y han hecho una especie de túneles que caen y el enemigo se hunde. Pero no me refiero a eso sino a la colocación de los dos ejércitos, uno al lado del otro, con todo lo que supone de preparación para la imaginación de lo que pueda ser una batalla final que está preparándose, no nos olvidemos que milicia es la vida del hombre sobre la tierra, dice la Sagrada Escritura.
Pero vamos a leerlo como lo dice el santo, porque hay que hacerlo al menos una vez en la vida:
“El primer preámbulo es la historia: será aquí cómo Cristo llama y quiere a todos debajo de su bandera, y Lucifer, al contrario, debajo de la suya.
El 2º: composición viendo el lugar; será aquí ver un gran campo de toda aquella región de Jerusalén, adonde el sumo capitán general de los buenos es Cristo nuestro Señor; otro campo en región de Babilonia, donde el caudillo de los enemigos es Lucifer.
El 3º: demandar lo que quiero; y será aquí pedir conocimiento de los engaños del mal caudillo y ayuda para de ellos me guardar, y conocimiento de la vida verdadera que muestra el sumo y verdadero capitán, y gracia para imitarle.”
No es una broma la vida que tenemos que hacer sobre la tierra. El demonio va a querer engañarnos a través de sus ardides, de sus mentiras e incluso de sus promesas. Jesús, en cambio, lo dice muy claro: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga». Y san Ignacio explica lo que el demonio va diciendo:
Primero: “imaginar así como si se asentase el caudillo de todos los enemigos en aquel gran campo de Babilonia, como en una grande cáthedra de fuego y humo, en figura horrible y espantosa.” En el capítulo que he mencionado de las Crónicas de Narnia, esta situación sale exactamente casi similar.
Segundo: “considerar cómo hace llamamiento de innumerables demonios y cómo los esparce a los unos en tal ciudad y a los otros en otra, y así por todo el mundo, no dejando provincias, lugares, estados, ni personas algunas en particular.” Voy a explicar esto con un pequeño cuento para quitar un poco la tensión del encuentro entre los dos ejércitos y antes de preguntarles a qué ejército quieren pertenecer o a cuál estamos perteneciendo:
En un convento similar al que estaría sobre el que estaría sobre el pueblo que vemos inmortalizado en la película Marcelino Pan y Vino que sigue la novela de José María Sánchez Silva, hay un niño que puede ser Marcelino, que está entrando en la iglesia con los frailes, y que se encuentra un demonio en la puerta, otro junto a la pila del agua bendita, dos en el pasillo principal, uno en el banco donde se va a sentar y en el altar ve que hay dos más. Y le preocupa al fraile que tiene al lado:
—Oye, ¿tú ves los demonios?
Y el fraile le responde:
—No, ¿qué demonios?
—Esto está lleno de demonios.
Y el fraile, para tomarle un poco el pelo, le dice:
—Pues habla con ellos. Pregúntales.
El niño se levanta, va al del altar y le dice:
—Oye, ¿qué haces aquí?
—Estoy intentando que el sacerdote que celebra la Misa se distraiga. Ese es mi trabajo.
—Pero sois muchos aquí en la capilla, ¿no? ¡Si solo hay catorce frailes!
—Claro, es que estamos uno para cada uno mínimo, porque como ellos están aquí metidos y tienen que alabar a Dios y están muy cerca de Él, nosotros nos encargamos de que se distraigan, de que riñan entre ellos, de que se critiquen… Esa es nuestra faena.
Total, que el niño sale convencido de la iglesia y otro fraile se lo lleva al pueblo, al mercado, a comprar. Y cuando llega allí, no ve demonios por ninguna parte y ve que hay uno que está medio sentado, tirado, medio tumbado al lado de la fuente. Y le dice:
—Oye, ¿tú que haces aquí? Tus compañeros de arriba tienen mucha faena y son un montón y tú estás aquí solo.
—Sí, me han enviado al mercado, pero aquí no hay nada que hacer. Está todo hecho. Entre unos que mienten, otras que roban, otros que se ha peleado, aquellos cuatro que no se hablan entre sí… Yo no tengo nada que hacer. Solo estoy como de guardia.
Tiene un significado muy hermoso. Cuanto mejores queramos ser, más empeño tendrá el diablo en quitarnos esa felicidad de cumplir la voluntad de Dios. Por eso podemos tener tentaciones, claro que sí. A quien no le tientan nunca ya, no sé si vale la pena que se afilie a alguno de los dos ejércitos, o es que ya lo tienen fichado. Pero habrá que tenerlo en cuenta, porque puede ser peligroso no estar de parte de Jesús.
Dice el tercer punto: “considerar el sermón que les hace, y cómo los amonesta para echar redes y cadenas; que primero hayan de tentar de codicia de riquezas para que más fácilmente vengan a vano honor del mundo, y después a crecida soberbia; de manera que el primer escalón sea de riquezas, el 2º de honor, el 3º de soberbia, y de estos tres escalones induzca a todos los otros vicios.” Son las tres tentaciones que recibe Jesús en el desierto. Primero, haz que estas piedras se conviertan en pan; después, tírate de aquí hasta abajo, porque está escrito que enviará a sus ángeles…; y por último, todo esto te daré si postrándote me adoras. Siempre promete mentiras, pero empieza con lo más básico, con el comer, que se asemeja al querer tener: el afán de dinero, el afán de riquezas. Luego ya viene la fama. Y luego ya, el poder. Si dan cuenta, muchas veces en la sociedad actual se evoluciona así. Primero se quiere el dinero, luego la fama y luego se quiere el poder. Si no hace por el bien común, para servir a los demás, para cumplir la voluntad de Dios, puede ser la causa principal de la perdición eterna. Jesús lo promete todo mucho más claro, no miente. Ofrece lo que hay:
• Pobreza contra riqueza.
• Oprobios y desprecios contra el honor (y lo avisa): Os perseguirán, os echarán de la sinagoga).
• La humildad contra la soberbia. Muy difícil la vida humilde y el reconocer los propios defectos, o el aceptar las humillaciones injustas como también fue lleno de oprobio Nuestro Señor en la Pasión. Ese es el camino para seguir a Jesús: coger su cruz y seguirle. Se dice muy pronto y muy sencillo, pero eso es lo que hay que hacer. Lo que no sé es si somos capaces o si queremos hacerlo, porque a veces somos capaces, pero no queremos.
Jesús dice, en boca de san Ignacio, “se pone en un gran campo de aquella región de Jerusalén en lugar humilde, hermoso y gracioso,” y “escoge tantas personas, apóstoles, discípulos, etc., y los envía por todo el mundo, esparciendo su sagrada doctrina por todos estados y condiciones de personas.” Es decir, que le da igual que seas profesional, obrero, estudiante, padre de familia, profesor, médico, mecánico, conductor de autobús, enfermera, peluquera… Cualquier cosa. Lo único que quiera es que quieras seguirle, que le digas que sí a sus inspiraciones, al Evangelio a hacer el bien sin mirar a quién, incluso al poner la otra mejilla o al perdonar.
El tercer punto “considerar el sermón que Cristo nuestro Señor hace a todos sus siervos y amigos, que a tal jornada envía, encomendándoles que a todos quieran ayudar en traerlos, primero a suma pobreza spiritual, y si su divina majestad fuere servida y los quisiere elegir, no menos a la pobreza actual; 2º, a deseo de oprobrios y menosprecios, porque de estas dos cosas se sigue la humildad; de manera que sean tres escalones: el primero, pobreza contra riqueza; el 2º, oprobrio o menosprecio contra el honor mundano; el 3º, humildad contra la soberbia.” Es una hermosura de propuesta. Recuerdo de niño, cuando rezábamos las oraciones de la noche, que mi madre, en las tres Avemarías que rezábamos todas las noches, decía: Madre mía amantísima, guardadme de vivir y morir en pecado mortal, guardadme del pecado venial y enseñadme a amar el desprecio.
Esto es muy difícil de entender si nadie te ha despreciado. Cuando hay un desprecio real, amarlo es como un paso más que perdonar o amar al enemigo. Amar el desprecio en sí mismo, no porque queramos sufrir simplemente, sino porque eso nos asemeja más a Jesucristo, lleno de oprobios, lleno de desprecios. Hay veces que uno piensa: «Ya sé por qué son pocos los cristianos» o «ya sé por qué son pocos los sacerdotes». Porque si el Señor promete esto, es muy fácil que no le sigan. Lo triste es cuando hemos decidido seguirle y entonces no deseamos ser miembros a pleno rendimiento del ejército de Cristo.
Por eso hacemos Ejercicios todos, y si pudiéramos cada año, mejor. Porque nos vamos haciendo poco a poco mediocres, y dice el Evangelio que «a los tibios los vomitaré de mi boca». Hay que tener cuidado, porque con apariencia de bien, el diablo, que es listo, y todos sus secuaces, nos van tentando, engañando, para que dejemos hoy una cosa, mañana otra, ahora ya no rezo el Rosario, antes sí, cuando era pequeño, cuando estaba en casa, pero es que me he cambiado de trabajo, ahora no tengo tiempo, los niños prefieren jugar… Sí todo eso es bueno, pero si voy dejando de rezar, al final me quedo sin agua y el pozo se seca. Y si no obtenemos agua, no podemos ni hacer obras ni dar de beber a los obreros.
La Iglesia se mantiene con el agua. Nosotros deberíamos ser esa agua para todos los demás. Los cristianos que vamos a comulgar, que hacemos ejercicios espirituales, que nos tenemos que confesar porque cometemos pecados como todos…, deberíamos ser agua para los demás.
Hace poco tiempo escuchaba que en la Iglesia hay personas que se ponen las gafas de sol y no ven nada. Y están sin enterarse de lo que ocurre, porque las gafas les tapan la vista. Otras personas cogen prismáticos y ven todo lo que sucede a su alrededor: ven los defectos de los demás, si uno lleva abrochado el botón de la camisa o si el nudo de la corbata está mal hecho, y no solo lo ven sino que se dedican a contarlo. Y eso no tiene ningún provecho… ¿Por qué será que tenemos tan arraigado el juzgar al otro, y no solo eso, sino el darnos cuenta de todos sus defectos, y además contárselo a otros? ¿Por qué ocurre eso? Es un misterio sin resolver. Quizá sea directamente el pecado original.
Pero vamos a considerar que no solo el demonio nos pone en la posibilidad de elegir contra Cristo o con Cristo como en dos ejércitos de toda la vida, sino que eso nos ocurre en cada circunstancia, en cada momento. Como que tenemos que tomar partido cada vez… Eso es porque no nos convencemos de nuestra posición en la bandera de Cristo. Si estuviéramos ciertos de una manera firme de que todo lo que tenemos que hacer entra dentro de lo que Jesús quiere, y que no vamos a apartar para nada, ni con el pecado mortal ni con el pecado venial, no tendríamos que estar eligiendo en cada momento, sino que ya sabríamos lo que tenemos que hacer y lo que no.
Si eres joven y tu madre te dice algo, lo harías a pies juntillas; y si eres sacerdote y el obispo te dice algo, también lo harías a pies juntillas; y si, simplemente, tu conciencia te dice algo y sabes que Jesús lo quiere, también tendrías que hacerlo a pies juntillas.
Muchas veces somos mediocres y tenemos que volver a colocarnos bajo la bandera de Cristo, para lo cual nunca es tarde. Si llevas mucho tiempo sin ir a la Iglesia, no tengas miedo: solo hace falta confesar y volver. Y si no te atreves a confesar, primero vuelve, y la confesión ya vendrá. Lo que no podemos hacer es ir dejando todo, sin nunca arrepentirnos ni darnos cuenta de que nos hemos equivocado. Quizá no es respecto de la celebración eucarística o de las oraciones, sino respecto a alguna actitud con mi familia, o con mis hermanos, o con mi manera de proceder, o con mi soberbia o mi vanidad… Se nos van metiendo muchas cosas sin querer dentro del corazón que luego cuesta mucho sacarlas e incluso detectarlas. Por eso hemos de agradecer siempre cuando nos advierten los demás.
Ahora, en este momento de silencio, donde nos vamos con Jesús al desierto, a punto de comenzar su vida pública, tendríamos que ser capaces de decidir en qué bandera queremos estar. De ahora en adelante, ¿con quién voy a tomar partido? ¿En qué grupo o en qué ejército quiero luchar siempre, para no ir teniéndomelo que plantear en cada momento, sino que lo tenga planteado desde el principio? Que esté convencido de que Jesús va a ser para siempre mi Sumo y Eterno Capitán, y no voy a pactar en nada con el demonio, ni aunque me parezca bueno, ni aunque solo sea un momento, ni aunque no tenga más remedio según parece, porque hay muchos que nos han precedido que han dado su vida por no ceder en nada a lo que el demonio les pedía, con esos engaños y esas promesas que luego lo único que dejan es vacío.
Por eso, si todavía estás a tiempo, como lo estamos todos, hasta el momento de la muerte, como el buen ladrón, que el Señor le va preparando, y cada vez que se ha ido equivocando y se ha ido poniendo peor, hasta que lo han condenado. Y está en la cruz junto a Jesús, y todavía en ese momento le dan la posibilidad de arrepentirse: «Esta noche estarás conmigo en el paraíso». Pues que yo le puede decir al Señor que hoy mismo quiero formar parte de su ejército, quiero ser parte de su grupo, y no quiero que nunca la bandera de Jesús se aparte de mí, y que cuando le pregunten, Jesús pueda sonreír al saber que estoy entre los suyos y que soy uno más, no importante, pero sí uno más con Él, como los apóstoles y como tantos misioneros y mártires a lo largo de toda la historia.
Vamos a meditar esto y vamos a rezarle, hablándole al Corazón y pidiéndole que no se aparte nunca de nosotros, para que no nos engañe el enemigo de la naturaleza humana, como decía san Ignacio.
A continuación de esta meditación, coloca san Ignacio la de los tres binarios, que se refiere a tres hombres que han recibido una gran cantidad de dinero. Él dice diez mil ducados, que podrían ser ahora cien mil euros, y no los han adquirido puramente por amor de Dios, pero quieren salvarse y hallar en paz a Dios nuestro Señor, quitando de sí la gravedad y el impedimento que tienen para ello en esa afección al dinero. Propone san Ignacio que nos coloquemos delante de Dios, como si fuéramos nosotros los que hemos recibido ese dinero y estamos llamados a su presencia con los santos como testigos para conocer qué es lo más grato a su bondad. Después, nos hace pedir algo, y será la gracia necesaria para elegir lo que más gloria de su divina majestad y salud de mi alma sea. También podemos hacer la meditación puestos delante de Jesús en el desierto.
Es una meditación que no podremos hacer, pero que nos viene muy bien para reflexionar sobre la manera en que adquirimos las cosas de la tierra, si realmente son para ser camino del cielo, por aquello de «no solo de pan vive el hombre», y de esas respuestas tan magistrales del Señor al demonio. No se pueden hacer todas; después tendremos ocasión de hacer algunas de las meditaciones que propone san Ignacio, pero piensen que están preparadas para hacerlas a lo largo de un mes, no solo de una semana.
Si durante el año tienen ocasión, pueden coger el Evangelio y en este método que propone san Ignacio, de una composición de lugar, los tres puntos y un coloquio, hacer una de cada uno de los momentos de la vida o de las circunstancias de la vida de Cristo que más les ayuden a mejorar la nuestra, a hacerlo presente.
Vamos a ver cómo responderíamos al Señor, bien en el juicio universal bien en el juicio particular, o bien en una conversación en el desierto, los dos solos. Tú y Jesús. El primer tipo de persona quiere quitar el afecto desordenado a ese dinero que tiene para hallarse en paz con Dios y así poderse salvar, porque ha puesto su corazón allí y sabe que lo tiene que quitar, pero no va a poner los medios hasta la hora de la muerte. Algo así como hizo Constantino el emperador, que no quería cambiar de vida y dijo que se bautizaría al final, para que así el bautismo le perdonara los pecados y le asegurara la entrada en el paraíso. Le salió bien, pero no a todo el mundo le sale bien. No sabemos el día ni la hora, no podemos estar con una vela a Dios y otra al diablo, ni en el dinero ni nada. Esto es un ejemplo que pone san Ignacio con los 10.000 talentos o 100.000 ducados, pero podría ocurrirnos a nosotros con cualquier cosa. El otro día mencionábamos el ejemplo de la niña que no quería irse de misiones por no dejar su osito de peluche. A nosotros nos puede pasar con una persona, con algo que tenemos en casa, con una afición, con el teléfono móvil, con la televisión, con una amistad que nos hace daño… En definitiva, con cualquier cosa con la que no seamos capaces de cortar si hemos puesto nuestro corazón en ella y no en Jesucristo. Y si no ponemos los medios, no vamos a conseguir los fines, y seremos toda la vida de este primer tipo de personas que no quieren poner remedio a los errores que cometen, o a los pecados que tienen, o a las inclinaciones al mal a las que nos empuja el tentador. Si somos de ese tipo quizás nos contentamos con eso, pero así no podemos ser santos, que es algo a lo que todos estamos llamados.
El segundo tipo de personas es el de aquellas que quieren quitar el afecto desordenado, pero no quieren perder lo que tienen, de forma que en realidad lo que parece es que queremos que Dios haga nuestra voluntad y no nosotros en la voluntad de Dios. Es como decir: «Señor, no pongo el afecto, pero me quedo con el dinero. Tampoco es que lo vaya regalar, pero no voy a guardarlo; lo voy que utilizar todo lo que pueda para que así aumenten mis propiedades» (o las cosas que a mí me gustan). Y si no es una cuestión de dinero, lo que sea que no estemos determinados a dejar para acercarnos más a Dios, aunque quizá incluso hasta sepamos que eso es mejor para nosotros. Ese tipo de personas lo que quieren es que se haga la voluntad de Dios, pero en el cielo como en la tierra, y no en la tierra como en el cielo. Es curioso, porque esto está muy extendido. Incluso cuando vamos a rezar, le pedimos a Dios que cambien ciertas cosas, situaciones, enfermedades, aficiones, etc., que tenemos. O, si somos sacerdotes, podríamos pedir por los destinos a los que nos mandan, o a lo mejor hasta siendo obispos, no sé si también pasa. Lo que sucede es que no queremos cambiar nosotros lo que tenemos que cambiar: nuestras actitudes, nuestras pasiones desordenadas, nuestros pecados… Queremos que los demás se adapten a nosotros, con esa expresión tan conocida: «Yo soy así y así me tienen que aguantar». Bueno, pues a lo mejor no. A lo mejor tienes que cambiar, porque si estás tan adaptado a tu manera de ser que no eres capaz de cambiar nada, ¿de qué sirve entonces el propósito de la enmienda? Y si son cosas buenas pero me tienen robado el corazón, entonces ¿para qué hacemos los Ejercicios Espirituales, si no estamos dispuestos a apartarnos de lo que nos puede apartar del centro, que es Cristo mismo? Si algo no me deja seguir a Jesús, ¿para qué lo quiero?
El tercer tipo de persona quiere quitar el afecto de tal manera que lo que busca no es tener algo o no tenerlo, sino solamente quererlo o no quererlo según lo que Dios disponga en su voluntad, para que sea lo mejor para alabanza y gloria de su Divina Majestad. «Y entretanto que ir a hacer cuenta de que todo lo deja en afecto, poniendo fuerza de no querer aquello, Ni otra cosa ninguna, si no le mueve solamente el servicio a Dios Nuestro Señor, de mejor de manera que el deseo de poder servir a Dios nuestro Señor le mueva a tomar eso o a dejarlo». Qué bonito es decir que, si Dios lo quiere para su gloria, cojo dinero y lo utilizo; y si Dios no lo quiere, lo dejo y en paz… Así pongo los medios para conseguir el fin, la salvación del alma, y estoy dispuesto hacer lo que Dios me pida, renunciando a lo que sea menester.
Aprovecho ahora para contarles una anécdota de la Hermana Emily, una de las colaboradoras del Padre Kentenich en el movimiento de Schöenstatt. Tras el fin de la Primera Guerra Mundial, la Hermana estaba de viaje, impulsando la ayuda a algunos países en situación de necesidad que habían vivido la guerra con una devoción especial a la Santísima Virgen. Viajaba siempre con la misma maleta, a la que tenía un especial cariño. Estando un día en oración, la Virgen le dijo que tenía que entregarle aquella maleta con todo lo que llevaba dentro, de modo que la Virgen cogió la maleta y se la devolvió vacía. Y después le fue diciendo: «Mira, esto que me has dado te lo doy para que me lo guardes». Y le devolvió una de las cosas a la Hermana. «Y esto, también». Poco a poco, fue devolviéndole todo, hasta que la Hermana Emily volvió tener la maleta llena. Todo era ya de la Virgen, pero se lo confiaba a ella.
Algo así es lo que quiere decir san Ignacio. Nosotros podemos usar los medios para dar gloria a Dios, para practicar la caridad con los demás, para hacer el bien, para mantener nuestra familia o ayudar a quien haga falta, pero no podemos poner en ellos el corazón. Y si no estamos dispuestos a renunciar a ellos en un momento dado, puede ser porque tengamos el corazón puesto ahí: en los medios de apostolado, en las riquezas, en los negocios —y Dios no lo quiera—, también en los pecados. Quien así actúa, muchas veces afirma que quiere ser cristiano, pero no es capaz de dejar algo que le está desviando del camino recto y seguro para llegar al cielo.
Para eso estamos haciendo estos Ejercicios. Te invito ahora a parar unos minutos para pensar qué es lo que te está pidiendo el Señor que quites o que ordenes en tu vida. Y si no te ves capaz de hacerlo, piensa a qué bandera te quieres apuntar, si a la del demonio o a la de Dios. También puedes intentar ver a qué tipo de persona te asemejas, a qué binario de los tres que hemos dicho: si no vas a poner los medios hasta la hora de la muerte y pactas con eso; si vas a quedarte con las cosas, aunque te aparten de Dios, o si quieres estar en el grupo de hombres y mujeres que es fiel al Señor, pero sin dejar las cosas; por último, si eres del grupo que pone los medios para conseguir los fines. Eso es una decisión de cada uno que, además, es libre, y la toma cuando puede —y, sobre todo, cuando quiere. No nos olvidemos que hay que querer—.
Al final de las meditaciones, san Ignacio propone un pequeño examen de conciencia para ver cómo se ha realizado la preparación remota, qué quiere decir el silencio en el ambiente, el orden en el día, el estar atento en lo que estoy escuchando, y los pasos necesarios para hacerla con la debida atención y con el alma puesta en Dios, si he profundizado después con la lectura del Evangelio, o en el libro de los Ejercicios, o si he podido dedicar un rato a reflexionar en silencio, sobre todo a escuchar. Esto sería un examen rápido para que la siguiente meditación pueda hacerla mejor y con más provecho para mi alma.
Y este rato de meditación que nos queda vamos a hablar con Jesús para que nos dé la luz necesaria y nos muestre qué es lo que tenemos que cambiar y cómo cambiar —porque a veces sabemos lo que tenemos que hacer, pero no sabemos cómo hacerlo—. Y quizá, si nuestra vida no puede cambiar, a lo mejor sí puede cambiar de color; mejor dicho, que sea Jesús el que la cambie de color.
Querido lector, si quieres, puedes ponerte ahora de rodillas y rezar conmigo: Jesús, te pido por todas las personas que tienen una vida difícil y no saben qué hacer ni por dónde seguir. Te pido también por aquellos que piensan que no tienen nada que cambiar. Señor, ayúdales, ayúdanos.
Hay veces que nos equivocamos y pensamos que estamos en la bandera correcta y trabajando para el ejército de Dios, de una manera fiel y perseverante, y no nos damos cuenta de que estamos en el lado bueno, pero nos falta la actitud correcta. Eso nos pasa mucho, Señor, cuando juzgamos a los demás y nos creemos superiores. ¿Por qué queremos ser siempre el general, en lugar del soldado que trae la comida, el que limpia las armas o el que prepara la munición? Nada es más importante que otra cosa. Como decía Calderón de la Barca, en este teatro del mundo lo importante es hacer bien el papel que nos toca.
Que nos conformemos siempre con nuestro papel, en nuestra casa, con nuestras obligaciones diarias; cuando nos pidan un favor, aunque sea sencillo; en el reparto de nuestro tiempo… Que te pongamos a ti por encima de todas las cosas. Que no nos dejamos engañar por el demonio, ni queramos esos placeres que promete, ni esos regalos, ni esas cadenas para agarrar a los demás. Que tengamos una actitud de servicio, dispuestos siempre a cumplir tu voluntad, amando también las pequeñas dificultades de la vida. Que, como dice una de las obras de misericordia, suframos con paciencia los defectos de los demás, porque seguro que nosotros también tenemos muchos.
Que mantengamos siempre una actitud fiel, de servicio, responsable y, sobre todo, alegre. Santa Teresa decía: «Señor, haz que los malos sean mejores, que los mejores sean santos y que los santos sean más simpáticos». A veces nos falta alegría y transmitimos dentro de la Iglesia una especie de halo de amargura o de seriedad, como si no estuviera bien ser feliz, como si no fuera la alegría el principal reclamo para todos aquellos que no te conocen. Que pueda ser, Señor, un ejemplo de alegría para los que estén bajo tu bandera y, por qué no, para los que estén bajo la bandera de Satanás, si Tú quieres que se cambien, que por supuesto quieres. Ellos también necesitan un empujoncito; dáselo Tú a través de nuestra alegría, si lo ves conveniente.
En segundo lugar, Jesús, quiero hacer aquí contigo un pequeño repaso de las cosas que tengo, de mis aficiones, de la manera de emplear mi tiempo. Enséñame, Señor, enséñanos, a ponerte a ti lo primero de todo. Tú que estás presente en la Eucaristía, en la Cruz y en la Palabra; Tú que estás en los hermanos más cercanos y en los que viven lejos; Tú que estás siempre con nosotros, también a través de los sacramentos, haz que te pongamos como parte fundamental de nuestra vida, no solo cuando vamos a la iglesia, sino cuando viajamos, en el trabajo, en las comidas, en el descanso, cuando vemos una película o un partido de fútbol… Estate siempre con nosotros, Jesús. No te vayas nunca.
Que seamos capaces de entender cuál es tu voluntad en la tierra como en el cielo, y no al revés. Que no queramos manipularte, ni con lo que te pedimos ni con lo que hacemos. Que no busquemos nuestra propia voluntad, sino siempre la tuya.
Te pido especialmente que no tenga miedo de renunciar a aquello que me pides y, si he puesto el corazón en alguna cosa que no me hace bien, ayúdame a ser capaz de quitarlo; si puede ser, ahora mismo. Que tenga la valentía y la fuerza suficientes para renunciar a lo que Tú me pidas. Que confíe en ti, que ponga mi vida en tu Corazón, bajo el amparo de tu Santísima Madre. Dime, Señor, ¿qué tengo que dejar? ¿Qué quieres que quite? Y si no, ¿qué quieres que añada? Porque quizá estoy pensando en quitar y lo que hace falta es que ponga. A lo mejor tengo que buscar un ratito de conversación contigo cada día, o hacer alguna obra de caridad, o visitar a algún familiar o algún enfermo… ¿Qué crees que le falta mi vida? ¿Qué piensas que le sobra?
Quiero pedirte también por las personas que se encomiendan a mis oraciones. Por último, te pido que no me aleje nunca de ti a través del pecado, ni de las aficiones, ni del trabajo, ni de nada. Que no me engañe haciendo muchas cosas. Que me dé cuenta de que solo una es necesaria: estar contigo, como eligió María, la hermana de Marta y de Lázaro.
Señor, fortalece mi fe. Ayúdame a comprender que mi fe debo vivirla en familia, en mi parroquia o donde Tú dispongas, porque tenemos que salvarnos en racimo. Ayúdame a ser capaz de defender la fe y compartirla sin ningún tipo de respeto humano y sin creerme superior a los demás, pero con la certeza y la responsabilidad de saber que nuestros actos son un ejemplo, no solo de una fe viva, sino de una fe vivida.
Que podamos ayudar a todos a entender tus misterios: el misterio de tu Encarnación, de tu vida, de tus milagros, de tus parábolas, de tu pasión, de tu cruz… Gracias, Señor, porque quisiste sufrir tanto en la pasión para mostrarnos tu amor y la malicia del pecado. Gracias por tanto amor. Gracias por demostrarlo todos los días.
Perdona por todas las veces que no soy ejemplo de cristiano. Perdóname por mi genio, por mis prisas, por eso que Tú y yo sabemos, Señor. Que sepa buscarme un rato para estar contigo, ya sea por la mañana, a mediodía o a última hora de la noche. Quiero estar contigo, Señor, y con mi Madre Santísima.
Gloria al Padre, y al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio ahora y siempre por los siglos de los siglos. Amén. Te damos gracias, Señor, por todos los beneficios que cada día recibimos de tu mano, a ti que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.
Muchísimas gracias, no sabes lo que me ayuda leerte
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