En una peregrinación a Fátima con el colegio, fuimos desde el Santuario a Aljustrel, para ver la casa de los Pastorcitos y conocer más de cerca su historia. Por ese camino hay un viacrucis, que fuimos rezando. El sacerdote que lo dirigía iba leyendo unos textos preciosos. Fue tan hermoso que al terminar le pregunté de dónde los había sacado, y me dijo: «Son de El Vía Crucis de todos los hombres, del Padre Ramón Cué». Y me compré ese libro.
COMPOSICIÓN DE LUGAR
El lector puede hacer la composición de lugar en el Calvario o también traer a Jesús a su vida e imaginarse que le acompaña en las pruebas de cada día, ya sean duras, leves o insoportables.
Ahora vamos a meditar el momento en que Jesús carga con la cruz. «Todos los viernes, a las tres de la tarde, se celebra un vía crucis público por las calles de Jerusalén. Es una de las vivencias más entrañables que puede experimentar un cristiano, pero que nadie se imagine que sus pisadas van a coincidir con las mismas piedras que pisó Cristo cargado con la cruz; el pavimento histórico quedó sepultado a diez o quince metros de profundidad, bajo sucesivos oleajes de escombros, siguiendo las diversas destrucciones de la ciudad. Sin embargo, el camino del vía crucis arriba avanza paralelo al itinerario enterrado bajo. Jerusalén se va reconstruyendo sobre los mismos planos, conservando tenaz y fielmente el mismo viejísimo y milenario trazado de sus calles. Es como si el tronco, mil veces desmochado y enterrado, retoñara más arriba, tozudamente, en el mismo sitio, como si las raíces, anudadas allá abajo, permanecieran intactas, imposibles de extirpar.
El pavimento auténtico, el que pisó Cristo, se conserva actualmente tan solo en la primera y en las cinco últimas estaciones. Con sólo unir estos dos extremos, siguiendo el laberinto tradicional de calles, esquinas, encrucijadas, y cuestas, se reconstruye, en el plano de la actual Jerusalén, calcado y superpuesto al antiguo, el camino del viacrucis. El trozo que media entre la quinta y la séptima estación se sigue llamando oficialmente Calle de la Amargura. Los otros tramos tienen sus nombres peculiares, árabes o judíos. Pero es igual. Lo de menos son los nombres de los distintos lugares. Todo el itinerario de la primera a la última estación, de la condena muerte hasta la cruz, y el sepulcro, todo es Calle de la Amargura, Camino del Calvario o Vía dolorosa. El vía crucis no lo hacen los nombres de las calles. El vía crucis lo hace un hombre que camina por las calles, las que sean, con la cruz a cuestas, desde un tribunal injusto que le ha cargado el madero de la cruz sobre los hombros, hasta un montículo, el Calvario, donde lo clavan y lo ponen a él sobre esa misma cruz.
Esquema simple, pero inevitable y eterno. No es cuestión de letreros. A pesar de los nombres escritos en sus esquinas, bellos y gloriosos, anacrónicos o pintorescos, todas las calles de todas las ciudades del mundo tienen un nombre en común que las iguala y unifica: todas se llaman Calle de la Amargura.
La primera calle la roturaron los pies de Adán y Eva que abandonaban sus espaldas un paraíso perdido. Y a los pocos metros, tras sus primeros pasos, en el primer árbol con el que se cruzaron ya había un cartel señalizador, con una flecha que apuntaba hacia delante y un letrero que anunciaba: Calle de la amargura, calle matriz de todas. Todas arrancan y parten de aquella. Por ese primer hilo se llega al lío y a la madeja de laberinto urbano. Calles, avenida, paseos, bulevares, callejas y pasadizos de todos los pueblos, aldeas, villas y ciudades del universo. Cualquier anónimo camino que se inaugura y se estrena en el campo, en el monte, en la selva o en el desierto, empieza a llamarse y a ser, automáticamente, Calle de la Amargura. Por todas estas rutas e itinerarios desfilamos nosotros tarde o temprano, al medio, al fin, o a lo largo de la vida, con nuestra cruz a cuestas. En el tráfico de nuestros pueblos y ciudades hay siempre un porcentaje inevitable e invisible, pero realísimo, de pueblos, aldeas, villas y ciudades del universo, de hombres que pasan camino del Calvario. En los planos y en las guías turísticas se anuncian con nombres tentadores “Quinta Avenida”, “Campos Elíseos”, “Unter denLinden”, “Gran Vía”, el Ring de Viena. Escenografía y decorado es una farsa. En la realidad son, y se llaman, Calle de la amargura, Camino del Calvario, Vía dolorosa.
Cristo en Jerusalén, con su vía crucis, quiso transformar, glorificar, y redimir este itinerario y camino de dolores, hasta convertirlo en el módulo y esquema ungido por su amor y divinizado por su persona. Por eso, cuando se ha vivido no se olvida jamás ese sencillo viacrucis de todos los viernes a las tres de la tarde por las calles de Jerusalén. Después de pronunciar, Pilato, la sentencia de muerte, Cristo queda transferido jurídicamente al poder judicial del poder romano, que llega oficialmente a constituirse en dueño absoluto del cuerpo de Cristo hasta rematar la sentencia. El centurión es el dueño responsable de Cristo en esta etapa que se desarrolla desde la sentencia de Pilatos hasta la certificación legal de su muerte en la cruz.
María fue la primera dueña materna del cuerpo de Cristo. La Iglesia, su ejemplo, sucesora de María, dueña y depositaria amorosa del Cuerpo del Señor a través de los siglos. Entre María y la Iglesia, en una etapa excepcional de cuatro horas, un anónimo y afortunado centurión será su dueño y responsable legal en la Cena del jueves. Cristo entregó a los apóstoles el poder sobre su cuerpo, pero se les adelantará el centurión, ejerciendo el primero ese dominio. Y al contacto con el cuerpo sacrificado de Cristo después de la defunción, certificará valientemente el primero la dignidad del muerto: “Verdaderamente, este hombre era hijo de Dios”.
Una de las primeras intervenciones del centurión fue ordenar a los soldados que trajeran la cruz, un trágico armazón de la Torre Antonia, donde se amontonaban previsoramente cruces de todos los pesos y tamaños, a la medida de los posibles reos. Y una vez muerta y desclavada la víctima, las cruces, cumplido su oficio, regresaban al almacén, en espera de otro servicio a otro condenado. Cristo no estrenó ninguna cruz. Es absurdo imaginar que acudieran entonces los soldados a un bosque próximo a escoger y talar un árbol, con cuyo tronco preparar una cruz nueva para Cristo. No había tiempo. Era la víspera de la Pascua judía. Urgía cumplir y rematar la sentencia de muerte antes de ponerse el sol. No era hora de laborar cruces nuevas, sino de aprovechar las ya existentes y usadas en servicio; cruces que se limpian con poco esmero, después de la última ejecución, y que por eso vienen con restos de sangre seca del último crucificado, incrustada en las rugosidades de sus nudos.
El nuevo reo, frente al hecho brutal de su crucifixión, no tiene ya margen de sensibilidad para hacer ascos y remilgos ante una cruz usada ayer por otros condenados. Precisamente eso buscaba Cristo, solidarizarse con las cruces que son de sus hermanos los hombres, incorporarse a la no sé qué trágica de todos los condenados y ser uno más en la fila para liberarlos a todos. No estrenó una cruz flamante para él, un modelo especial. Quería nuestra cruz, ya usada por nosotros, para hacer la suya, y así divinizarla. Quería una cruz transida y mojada por el sudor, la sangre, y el llanto de otros hombres. Una cruz que se había estremecido ya en el aire con los estertores de los moribundos anteriores, y así, derrotar definitivamente entre sus brazos a la muerte en su mismo terreno. Por eso, obedeciendo al centurión, los soldados, después de medir abajo a la altura de Cristo, escogieron una cruz en el almacén y acertaron. Le iba a Cristo a la medida. Se la cargaron sobre la espalda. Pero en realidad, la cruz que ahora parece pública y solemne, solo viene del almacén de la torre Antonia.
La cruz ya estaba desde el principio en la vida de Cristo. Ahora adquiere presencia real, pública y tangible. Ya la llevaba a cuestas desde que nació en Belén. Mejor dicho, antes, en la Encarnación. Cristo cargó con la cruz en el instante mismo en que aceptó y cargó con la naturaleza humana. Esa es la cruz radical, fundamento de todos los dolores y de todas las cruces. Será hombre. Una naturaleza humana exquisitamente sensible y dotada para el sufrimiento sobre la cual pesarán además todos los pecados del mundo, de los que Cristo aceptó responsabilizarse voluntariamente, con todas sus consecuencias. La naturaleza humana de Cristo se convierte así en un auténtico almacén de cruces infinitamente más surtido que la torre Antonia. Todas las lleva dentro. Impresiona pensar que este almacén de cruces se lo da su Madre María, pues Ella, en definitiva, es la que se hace partícipe con él del don de su carne y su sangre, de la naturaleza humana. Desde que dio su primer paso, sobre piedras romanas a Jerusalén, con la cruz a cuestas, no ha cesado ni cesará de caminar. Su marcha redentora es irreversible. Son suyos. Y la esperan todos los caminos de los hombres.
Aquel día, no lo olvidaré jamás, era viernes en Jerusalén y por eso estábamos repitiendo la marcha de Cristo a las tres de la tarde en aquel viacrucis que recorría el tradicional itinerario de las catorce estaciones. Un cuarto de hora antes, la aguardaba allá en el itinerario de la primera estación. Otras personas me habían adelantado, por eso me quedé un poco rezagado, como al margen, para poder observar y recoger los más mínimos detalles. Adivinaba que aquella concentración de fieles me iba a enseñar muchas cosas. Seguían llegando, presurosas, las comas máximas de personas.
Cuando ya comienza la primera estación, yo calculo que seríamos alrededor de trescientos. Avanzamos unos pasos para entretenernos ante la puerta de una capilla en la que se conmemora la segunda estación: Jesús carga con la cruz. Yo estudiaba el grupo desde mi próximo observatorio. No conocía a nadie. Todos éramos extraños unos para otros, todos habíamos llegado de diversos países por distintos caminos. Había gente de todos los colores y de todas las razas. En el leve murmullo de las oraciones, se advertía el acento y la pronunciación de las más variadas lenguas.
Estaban presentes, de todas las edades, niños y ancianos, jóvenes y adultos, vestidos con todos los atuendos: pantalones vaqueros, camisas deportivas, blusas ligeras, trajes completos, minifaldas, camisa y corbata, collares y amuletos al cuello, bolsas y paquetes en las manos, gafas de sol, sombreros, alguna mantilla, máquinas fotográficas, prismáticos, radiocasetes en bandolera… Jesús carga con la cruz, anuncia en voz alta el padre franciscano, y en latín: «Te adoramos o Cristo y te bendecimos que por tu Santa Cruz redimiste al mundo». En ese momento, por la puerta abierta de la capilla, sacaron una cruz de madera de tamaño natural. Si hay alguna ciudad en la que sea lógica la aparición de la presencia de la cruz es sin duda a Jerusalén, su cuna y su patria. En otro sitio y en distintas circunstancias, la aparición súbita de una cruz gigante produce sin querer, instintivamente, un rechazo fulminante y automático. La presencia de la cruz asusta y repele, provoca la espantada. Si se dibuja o se presiente en el horizonte de nuestra existencia, no podemos evitar un primer movimiento de vida y haremos lo imposible por alejarla, y eliminarla. Por eso me sorprendió la reacción instintiva de aquellas trescientas personas al aparecer la cruz. Fue un movimiento humano y progresivo de acercamiento a ella. La multitud basculó ligeramente, en bloque, hacia la cruz. Desde esta segunda estación, los fieles que asisten al viacrucis pueden ir portando la cruz a lo largo de la Vía Dolorosa. Pero no la carga en hombros una sola persona. Se la transporta acostada horizontalmente, mantenida en el aire por las manos y brazos de todo el grupo compacto que, apiñándose bajo ella, la lleva en vilo. Cuando hay un obispo presente, se le concede el derecho o prerrogativa de acercarse el primero a la cruz. ¿Será el reconocimiento de que el obispado es la cruz de mayor responsabilidad y la que más necesita el contacto de la fuerza de la cruz de Cristo?
Me sorprendió que en aquella multitud ecuánime, educada y devota, todos al mismo tiempo, querían apoderarse los primeros de la cruz. Y por tocar y llevar la cruz, la gente descontrolada y tensa, perdía la educación, se empujaban unos a otros y entre unos y otros, a codazos, luchaban para abrirse paso y situarse los primeros. Todo por tocar, por llevar una cruz, siendo así que en la realidad de sus vidas, toda aquella gente habría reaccionado al revés, huyendo y escapando de su propia e individual cruz personal. De pronto, desde mi discreto observatorio, pude comprobar cómo cada una de las trescientas personas portaba en el hombro, de hecho, una cruz propia que a todos obligaba a bajar la cabeza y curvar la espalda. Aparecieron trescientas cruces y eran trescientos los nazarenos que realizaban la segunda estación con su personal cruz a cuestas. Jesús carga con la cruz, repetía el franciscano. Pero yo veía que todos, los trescientos, cargaban con la suya. El muchacho de la melena, la chica de la minifalda, el caballero del traje y la corbata, la señora con la mantilla, el hombre de camisa deportiva, y la jovencita de blusa cargada ligera calada. Todos sin excepción. La cruz era compatible con todo: con las gafas de sol, con los collares llamativos, con los amuletos de marfil, con las cámaras fotográficas, con los prismáticos, con los radiocasetes. Nada la eliminaba; le iba todo y con todo se avenía. No había nadie, nadie sin cruz. Hasta los niños, a su peso y medida. Si cada uno poseía ya su propia e inalienable cruz, ¿por qué el incontrolada afán de tocar y llevar otra? ¿No estaba ya la propia, que es la misma, exactamente la misma que la de Cristo?
Entonces comprendí también la absurda desproporción, fuera de toda lógica, con que los cristianos tratamos las reliquias que llamamos “auténticas” de la cruz histórica de Cristo, pero no llevamos la cruz de nuestra vida o, por lo menos, no lo hacemos con gozo y con alegría. Porque la cruz es igual para todos. No tiene fronteras, no respeta razas, no pertenece a un solo idioma… La cruz es una realidad internacional que nos iguala y junta a todos. La cruz es el supremo valor humano y divino que podría, si quisiéramos, unirnos, pacificarnos y hermanarnos a todos los hombres. Dios así lo quiere y estos son sus planes. ¿Podrán coincidir algún día los planes de los hombres con los planes de Dios?
Avanzamos unos metros, solamente, no más de sesenta, y ya nos detenemos de nuevo para conmemorar otra estación, la tercera. Jesús cae en tierra. Por primera vez, hemos descendido desde la altura de la Torre Antonia cuesta abajo hasta llegar a un típico cruce de calles, un juego de esquinas.
El sitio tiene de todo: nudo de comunicaciones dos, reposo de desocupados y apostadero de curiosos. Se llama en árabe Cugat, el valle, y en hebreo, Ilopeón, Calle de los Queseros. Pero su nombre radical es, ante todo, Vía Dolorosa, porque Cristo cayó en tierra por primera vez, bajo el peso de la cruz. ¡Qué cosa, Cristo! Te pasa exactamente igual que a nosotros. El primer efecto de una cruz, cuando se nos viene encima es hacernos rodar por el suelo, tumbarnos, aplastarnos. Luego ya nos iremos levantando y entonando poco a poco. Me consuela constatar que a ti te pasa lo mismo. Te acaban de echar la cruz encima, has comenzado a caminar, y a los sesenta metros no puedes más y la cruz te tira al suelo. Surge sin querer una pregunta: “¿Cómo aguantaste tan poco?”.
El viacrucis tiene catorce estaciones, y a la tercera ya ruedas por tierra. Es verdad que estás extenuado. Tu última noche ha sido dolorosa: insultos, interrogatorios, bofetadas, idas y venidas, azotes y torturas. Es verdad que Tú ya tenías sobre tus hombros el peso de una infinita noche delirante y satánica, y encima te han volcado sobre la espalda rajada a latigazos el madero de la cruz. Es verdad que has tenido que bajarlo por la calle en pendiente, y cuesta abajo pesa más. La cargase nos viene más agresivamente encima. Nos empuja, sin querer, hacia delante. Nos obliga a acelerar la marcha que, al fin, no podemos frenar, con peligro de perder la estabilidad, dar un traspiés y rodar por el suelo. Y así, justamente caíste al terminar la cuesta, en el cruce entre las esquinas. De todos modos, para ser quien eres, ¡qué poco aguantaste!, ¿no? Sesenta metros.
En Jerusalén, sin embargo, te dan otra versión diferente de esta primera caída. “Es verdad, todo esto que usted dice de la debilidad del Señor, de la mala noche, de la cuesta abajo, es verdad. Pero mire usted, falta la razón principal de la caída, y es esta. El Señor bajaba por la pendiente con un paso un poco acelerado, pero al llegar a este cruce una piedra se interpuso, tropezaron en ella los pies del Señor y cayó al suelo. La culpable, en definitiva, es la piedra. Mírela. Compruébelo. Es esta. Esta. Y le enseñan a uno en Jerusalén la piedra culpable. Se la señalan a uno con el dedo extendido, denunciándola y acusándola implacablemente. Ahí la tiene usted. Pero de verdad. Una piedra. Sin corazón y entrañas. La piedra de Cristo. Mírela”. Al señalar con el dedo, los hombres trascienden su culpabilidad y se quedan tan tranquilos, sintiéndose inocentes porque la piedra, esa piedra, tuvo la culpa. Efectivamente, ahí hay un gran pedrusco, roqueño y antipático, que la gente empieza mirando con ojos agresivos y acusadores, y a la que sigue contemplando después más serenamente, para acabar moviéndose junto a la piedra, acariciándolo amorosamente con la mano y besándola al fin como una reliquia porque en ella tropezaron los pies del Señor… A mí me daba pena la piedra, perpetuamente acosada y delatada ante toda la humanidad que peregrina a Jerusalén. Pálida de vergüenza, impotente, es una persona modesta para protestar y defenderse, auténticamente petrificada en su infinita tristeza. Porque es mentira y una grosera calumnia. Esa piedra es absolutamente inocente. De haber existido hace veinte siglos, la piedra despiadada que provocó voluntariamente la caída de Cristo se habría hallado bajo el subsuelo de Jerusalén, a diez o doce metros de profundidad, enterrada y aplastada por los escombros y la ruinas de una ciudad tantas veces destruida. Es mentira. Jamás existió la piedra. Pero es igual, los hombres la necesitamos, y si más la inventamos, las traemos de donde sea, y la plantamos en el sitio que nos conviene para descansar en ella nuestra culpabilidad. Ahí está, en ese cruce de calles. La humanidad entera le ha transferido su culpa. Y nos lavamos las manos como Pilato. “A Cristo nadie le empujó, ninguno tiene culpa de nada, nadie en absoluto. Fue esa piedra. Mírela”.
Cristo sigue cayendo y cayendo en las calles de nuestra vida. En las esquinas, las aceras, los cruces, las cunetas de nuestra existencia, hay hermanos caídos y aplastados en tierra por su cruz. Ahí están. En el tráfico de nuestras ciudades. Aunque pasemos de largo, aunque miremos a otro lado. Aunque apretemos el paso con, aunque doblemos la esquina y cambiamos de acera, para no encontrarnos con ellos, ahí están. Pero todos nos lavamos las manos. Todos somos inocentes. Nadie, nadie tiene la culpa. Fue una piedra. «Hermano, ¿por qué caíste?». «Mira yo tenía mi prestigio en la ciudad, en el círculo de amigos y conocidos en que yo me movía era estimado, tenía un buen nombre, limpio y honrado, pero de pronto alguien lanzó al viento una calumnia contra mí, la recogieron, la repitieron, la propalaron, y aquí estoy. Caído en tierra. Derribado desde el prestigio de mi buen nombre hasta el barrio de la vergüenza en el suelo. Dirá usted que no. No fue así. Nadie le ha calumniado, ¿verdad que no?”. No, yo no”. “Ni yo”. “Ni yo”. Nadie. “Es que tropezó en una piedra, ¿sabe usted? Nadie lo quiere mal. Fue una piedra. Mala suerte. La piedra”. “Hermano, ¿porqué caíste? Yo vivía con un cierto desahogo, en una buena situación económica, familiar, de trabajo, pero vivíamos holgadamente, sin angustias ni apuros. De pronto, un grupo de amigos y conocidos me animó a tomar parte en un negocio, invertir en él todo lo que teníamos. Al principio, todo iba muy bien, pero luego se complicó y no he acabado de comprenderlo nunca. Me vi envuelto en un sucio chantaje, el único medio para recuperar lo invertido. Me resistí, no quise marcharme y aquí estoy, caído, arruinado”. “No, no. No es eso. ¿Dónde están los amigos, los conocidos, los banqueros, los consejeros, los socios capitalistas, los técnicos? No. Nada de eso. Aquí nadie, ninguno de nosotros, tenemos la culpa. Fue una mala suerte que le tocó a él. Sin culpa de nadie. Una piedra. Tropezó en una piedra. Eso es todo. La piedra”. “Hermano, ¿porqué caíste? “Circunstancias incontrolables de mi vida me forzaron a ir a un pleito. Consulté antes con un abogado, amigo de mis amigos. Desde el primer momento de conocer mi caso, aseguró que mi asunto era clarísimo. Yo llevaba toda la razón, no cabía ninguna duda. Lo mismo me repitieron los ayudantes y pasantes que trabajaban en el despacho de mi abogado. Todos me animaban a coro. “Adelante. El caso es suyo. Es evidente, usted tiene toda la razón”. Pero por lo visto no iba a tener toda la razón; además, al menos en mi caso, hay que tener más dinero e influencias que el contrario. Y aquí estoy. Con el pleito perdido y arruinado. Me quitaron toda la razón y el poco dinero que tenía”. “No le haga usted caso. Habla, es natural, afectado por el resultado del pleito”, afirman los abogados, los pasantes, los letrados, en los tribunales. “No se lo tome usted en cuenta. Tampoco nosotros lo hacemos. El resultado de un juicio, usted lo sabe, es siempre imprevisible. Nadie, nadie es culpable. Todo iba sobre ruedas, pero surgió una piedra, tropezó y cayó. Eso es todo. La piedra”.
¿Pero quién es la piedra? ¿Dónde está?¿Cómo es? ¿Quién la vio? ¿Cómo se llama? Porque parece una piedra fantasma, invisible, indetectable, y por eso es más peligrosa. Actúa, por lo visto, desde una cautelosa pero eficacísima clandestinidad, dejando en las calles a sus víctimas derribadas, mientras escapa siempre a toda imposible identificación.
Por suerte, una mañana sin pretenderlo, yo di con la pista de esta misteriosa y fantasmal piedra. Fue en el Museo del Prado. Aprovechando como tantas veces un rato perdido, me metí en el Prado, huyendo de mis fantasmas en busca del descanso de la contemplación del arte. Pasaba de largo a través de las salas del Renacimiento en busca de poder meditar sin prisa. Quería sumergirme una vez más en ese éxtasis que es el Tránsito de David bien, pero no sé por qué, no suelo hacerlo, me detuve un momento en la sala dedicada a Rafael. Sin saber cómo, me encontré ante su Pasmo de Sicilia, donde Rafael recoge precisamente el momento de Cristo caído en tierra, camino del Calvario. Frío y un poco escéptico, con léxica de raciocinio, va a ser con vibración estética, contemplé reposadamente la escena, compuesta también fría, impecable y racionalmente, cuando de pronto, en la parte baja del lienzo, en medio de la Vía Dolorosa, junto al Cristo caído en tierra, descubro la piedra de Jerusalén que despiadadamente hizo tropezar al Señor. De la frialdad pasé a la curiosidad primero y al interés después, para terminar en asombro, en pasmo y en emoción, porque Rafael me descubría allí la clave de la piedra fantasma. Tenía ya todos los datos para identificarla. No era ya una piedra impersonal, cargada con las culpas ajenas. Era la piedra auténtica que hizo tropezar y caer a Cristo, pero tenía nombre propio. Rafael, con sus pinceles, había firmado el cuadro en la misma piedra: Rafael de Urbino. La piedra ya tiene nombre. Se llamaba Rafael. Mejor dicho, Rafael confesaba ser la piedra que hizo caer a Cristo. No transfería su culpa a la piedra, como hacemos nosotros para sentirnos inocentes. Le transfería su nombre y su persona, aceptando su responsabilidad personal, culpabilidad de piedra. “Yo, Rafael, fui la piedra. Por mi culpa cayó Cristo”. Ya no salí aquella tarde de la sala de Rafael en el museo del Prado. Me senté ante el cuadro a meditar y aprender de su valiente y sincera confesión.
Las piedras en que tropiezan y caen los hombres no son anónimas. Todas las piedras de Jerusalén tienen nombre y todas las piedras de todas las calles de todas las Vías Dolorosas del universo. No vale tirar la piedra y esconder la mano. Es inútil. Cuando pongo calculadamente la piedra para que tropiece mi hermano, aunque nadie haya escrito mi nombre, aunque no se vea que la piedra vaya firmada, perfectamente identificable como la piedra soy yo. Yo, infinitamente más duro y cruel que la misma piedra. Personas, piedras cuyo trágico destino es obstaculizar los pasos de los demás para que tropiecen y caigan, y se pasan la vida tomando a la gente. Sus caminos están llenos de hermanos caídos y derrotados en las cunetas. Yo también fui, y soy, piedra. Por eso quiero hacer mi confesión pública.
No había madurado en Jerusalén, que el viernes, a lo largo de toda la tarde. Decidí realizarlo ya de noche».
Y, ahora, hermanos, como el Padre Cué, yo os invito a pensar cuántas veces hemos sido piedras; cuántas veces hemos impedido el camino de los demás; cuántas veces hemos hablado mal de ellos, o quizá sólo pensado, pero ahí está el juicio… Y poco a poco, vamos minando la honra y la credibilidad de la gente, cuando no atacamos directamente, que entonces es mucho más grave. Pero parece que, si disimulamos un poco, entra mejor… Unas veces lo hacemos porque no nos parece que la otra persona pueda ser tan buena; otras, directamente por envidia; y otras, porque nos ponemos a juzgarlo todo como si fuéramos omnipotentes o el mismo Dios, jueces del bien y del mal…
Señor, no me dejes que sea piedra de los demás. Que no analice las piedras de otros caminos que no son el mío; y si me encuentro alguna, que la sepa quitar. Que se la quite también a los demás, si eso puede ayudarles a caminar mejor. Y si no, si los acompaño, que les ayude cuando caen, como a ti te ayudó el Cirineo. Hay muchas piedras en los caminos, siempre las ha habido. Y aunque ahora las calles sean de alquitrán, también nosotros a los demás les hacemos tropezar.
Señor, hoy te pedimos perdón por todas las veces que te hacemos caer, por tus azotes, por tus espinas. Por los quebrantos de los Viernes Santos de la humanidad, te pedimos perdón, una vez más. Ayúdanos a llevar la cruz. Ayúdanos a llevar también las cruces de los demás, porque en tus matemáticas de Dios, Señor, dos cruces pesan menos que una.
En la siguiente estación del viacrucis, Jesús se encuentra con su Madre Santísima. No sé si el lector ha tenido la ocasión de sufrir junto a su madre, por una enfermedad física estado o por un dolor concreto causado por nosotros o por otros. Junto a su Madre, Jesús se dolió de los pecados de la humanidad, sabiendo que Ella, con Él, también estaba redimiéndola. Cuando sufrimos con Jesús, estamos uniéndonos a la redención. ¡Podemos ofrecer el sufrimiento por tantas cosas, propias y de los demás! Y también podemos decir, con Jesús y para Jesús: «¡Victoria! ¡Tú reinarás! ¡Oh cruz, tú nos salvarás!».Sí, también la cruz de Cristo es causa de gloria y alabanza: «Oh feliz culpa, que mereció tal Redentor»; «¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza! Jamás el bosque dio mejor tributo en hoja, en flor y en fruto. ¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza con un peso tan dulce en su corteza! Cantemos la nobleza de esta guerra, el triunfo de la sangre y del madero; y un Redentor, que en trance de Cordero, sacrificado en cruz, salvó la tierra».
La mejor manera de acercarnos a la cruz de una manera gozosa es de la mano de su Madre. Aunque hoy no tengamos luz, aunque se nos caiga el peso, aunque nos parezca que no podemos, podemos llevar esta cruz con la ayuda de la Madre del cielo. Y otra cruz, y otra más… Y la del hermano, y la del compañero, y también la del hijo, como Ella. Madre del Redentor, ayúdanos a llevar la cruz del Señor en toda ocasión, en todo trance.
Después de su Madre vendría el Cirineo, y después la Verónica. ¡Qué valiente ante el soldado romano, cuando a nosotros nos da miedo que cualquiera nos vea o nos insulte! Ahora está de moda que por la calle te insulten los críos y los mayores. No sé. Será la ropa, será la fama… No se sabe. Y lo malo no es solo eso, sino que insultan a Dios y blasfeman, como pasaba entonces en el Calvario. Hoy también los que necesitan salvación y no la tienen, insultan. Y profanan los templos, y los santos, y matan también a los sacerdotes… Hay tantos misioneros que todavía hoy mueren, tantos que murieron en nuestra patria, tantos que allá, en cualquier parte, han dado su vida, por defender al Señor, por llevar el Evangelio, por hablar de paz y de perdón…Eso es lo más bonito de los mártires, que perdonan siempre. No solo dan su vida, sino que también perdonan a los que los están matando.
Señor, que seamos capaces de dar nuestra vida por nuestros hermanos. Que sepamos decir: «Perdónalos, porque no saben lo que hacen», cuando alguien nos ofenda, cuando alguien no nos hable, cuando alguien nos mire mal. ¡Hay tantas personas que miran para otro lado cuando se encuentran, que no se hablan y no son capaces de pedirse perdón! ¿Será la soberbia? ¿Será la ira? ¿Será el demonio? ¿O será que no damos para más? ¿Será, Señor, que no vivimos realmente los misterios de tu Pasión, que no estamos preparados para ser Cristos para los demás? Perdóname, Señor, por las veces que no perdono, por las veces que no olvido, por las veces que se me olvida que los demás también necesitan un poquito de corazón como el tuyo, sangrante, entregado del todo, y bien grande, junto al de tu Madre.
Y ya llegaríamos al Calvario. Allí están las estaciones finales del viacrucis, cuando le quitan la ropa, le clavan en la cruz y muere. Sus siete palabras nos permiten recordar que el buen ladrón también pudo ganar el cielo allí. Por eso, no desfallezcas nunca si has ofendido a tu Creador, si has hecho daño a Dios con tu vida, o a tus padres, o a los hermanos, o al vecino. Pide perdón al Señor y vuelve a empezar. Que una buena confesión prepare tu comunión pascual, para que estos días sean no solamente un recuerdo, un memorial, un hacer presente la Pasión, sino también un cambio, un principio de lo que va a ser el cielo en la tierra cuando, lleno de fe, puedas cada mañana levantar tu corazón a Dios y decirle: «Sí, Señor, yo quiero seguirte. Ayúdame, que soy débil y solo no puedo».
Cuando trabajamos y le ofrecemos a Dios el trabajo pensando que nos dará el cielo, nos está pagando como a los siervos, un poquito por la jornada; pero cuando sabemos que todo lo que Él nos da es un regalo, gracias a Cristo que muere en la cruz, entonces recibimos la herencia que Dios da a sus hijos. De modo que, si tú quieres cobrar por el trabajo, tendrás paga de siervo; pero si quieres recibir la herencia solo porque Él la regala, sin haber hecho nada, sin esfuerzo, sin virtudes, sin horarios, sin obligaciones, solo porque Él te quiere regalar ese don de la cruz de Cristo, entonces tendrás paga de hijo y podrás llegar al cielo y decirle a san Pedro cuando te mueras: «Mira, yo me llamo Fulanito, pero por mí murió uno que se llama Jesús, así que sus méritos, su sangre, su cruz, su perdón, su amor, su corazón, sus parábolas, sus milagros y todo lo que tiene Él, apúntamelo a mí, que por eso lo dio, para que yo pueda entrar aquí como si fuera el mismo Jesús». Todo esto, que suena muy bonito, es, además, muy cierto, pero tienes que creértelo y recibirlo.
Vamos a pedírselo a Dios. Señor, danos tu Espíritu, tu fuerza, tu gozo, tu fortaleza. Danos tu Evangelio para que sepamos vivirlo y s llevarlo allá donde vayamos, con nuestra palabra y con nuestra vida. Que encendamos el mundo de amor divino para que todos, sin que quede ninguno, puedan llegar al cielo y decir también, como yo, como tú, como san Pedro, como el Papa, como cualquiera: «Aplíqueme los méritos de Jesús, que yo quiero ser hijo. No me des paga de siervo. No me pagues nada, Señor. Regálame lo que quieras, porque yo, sí, te lo repito, quiero ser hijo».
Y cuando termina el viacrucis, nos quedamos contentos de haber acompañado un rato a Jesús por la subida al Calvario. Si alguna vez te toca a ti llevar la cruz, como decía el Padre Cué, no mires hacia otro lado. Arrima el hombro y pídele ayuda a Jesús. Él será tu Cirineo cuando tú quieras ser su Verónica. Que, como ella, limpiemos tu rostro. Señor, gracias por tu pasión. Gracias por tus dones. Gracias por tu valor. No te olvides de mí nunca, Dios mío, mi Rey.
Miradme, ¡oh, mi Amado y buen Jesús!, postrado en Vuestra presencia; os ruego con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe, esperanza y caridad, verdadero dolor de mis pecados y propósito de jamás ofenderos, mientras que yo, con el mayor afecto y compasión de que soy capaz, voy considerando vuestras cinco llagas, teniendo presente lo que dijo de Vos el santo Profeta David: «Han taladrado mis manos y mis pies y se pueden contar todos mis huesos».