Quiero empezar esta meditación citando un capítulo del libro Testigos de esperanza, del Cardenal Van Thuan. Hace referencia a los ejercicios espirituales que dio en el Vaticano, estando de Papa Juan Pablo II. Lleva por título «Abandonado por el Padre».
Eloi, Eloi, lama sabactani. En mi primera defensa nadie me asistió. Antes bien, todos me desampararon, pero el Señor me asistió y me dio fuerzas para que por mi medio se proclamara plenamente el mensaje. En estas palabras de Pablo se refleja mi experiencia durante los dos años de cautiverio. No es que mis fieles y mis sacerdotes me hubieran abandonado, pero no podían hacer nada por mí. Me quedé completamente aislado y experimenté el abandono, pero el Señor me asistió. Desde mi celda, oigo mañana y noche las campanas de catedral y, durante todo el día, las de muchas parroquias y comunidades religiosas. Hubiera preferido estar en el monte para no oír. Durante la noche, en el silencio, oigo el ruido de las olas del Pacífico, que en otro tiempo veía desde la ventana de mi despacho. Nadie sabe dónde me encuentro, si bien la cárcel solo dista unos kilómetros de mi casa.
La noche del 1 de diciembre de 1976, como ya he contado, nos sacan de la prisión y nos meten en el barco. Aquella noche, en espera de embarcar, nos hacen sentarnos en el suelo, en medio de la oscuridad. A lo lejos, a tres kilómetros, las luces de la ciudad de Saigón, centro de la diócesis de la que fue fui nombrado coadjutor el 24 de abril de 1975. Sé que tengo un viaje que me llevará lejos de aquí. El dolor dentro de mí me angustia. Pienso en el apóstol Pablo cuando en Mileto se despide de los ancianos de Éfeso, sabiendo que no los volvería a ver nunca más. Y yo no puedo despedirme de los míos, no puedo ni confortarlos ni darles ningún consejo. Dentro de mí les digo adiós, especialmente a mi buen arzobispo anciano, Pablo William, con el corazón herido al pensar que ya no los volvería a ver. Hasta hoy no los he vuelto a ver. He sentido un profundo sufrimiento pastoral por todo esto, pero puedo testimoniar que el Padre no me ha abandonado y que me ha dado fuerzas. Quizás todos nosotros, y más de una vez, vivimos momentos así de abandono. No nos sentimos comprendidos, a veces nos defraudan, nos traicionan. Sentimos la insuficiencia de nuestras fuerzas y la soledad ante misiones que son más grandes que nosotros. Llegamos a conocer dolores atroces de la Iglesia, de pueblos enteros, de ciertos momentos. La misma luz de la fe y el amor parece que se van y caemos en la tristeza y en la angustia. Son pequeñas o grandes noches del alma, a veces prolongadas, que oscurecen en nosotros la certeza de la presencia del Dios cercano que ha dado sentido a toda nuestra vida. Son noches que asumen a veces una dimensión de época, y colectiva, como nuestro tiempo, en el que el hombre, como ha hablado lúcidamente Juan Pablo II, a pesar de sus conquistas, roza el abismo del abandono, la tentación del nihilismo, el absurdo de tantos sufrimientos físicos, morales y espirituales.
Pablo ha hablado de esos momentos de abandono especiales: peligros de los de mi raza, peligros de los gentiles, peligros de la ciudad, peligros en despoblado, peligros por mar. Al final, indica lo que para él era el hecho más triste, lo que le hace más cercano a Jesús, peligros entre falsos hermanos. Es la ley del Evangelio: si el grano de trigo no cae a tierra y muere, queda infecundo. Pero si muere, da mucho fruto. Y es la ley que Jesús vivió en primera persona. Su muerte fue real, pero más real es la vida en abundancia que brota de aquella muerte. ¡Pero cuánto costó esta vida! Él había bajado a la tierra por amor a nosotros, para llevar a cabo en unidad plena con la voluntad del Padre su designio de salvación del mundo.
“A causa de su amor infinito por los hombres”, escribe Máximo el Confesor, “se hizo en verdad y por naturaleza eso mismo que Él amaba”. Abajamiento de Dios que Pablo nos hace contemplar en el célebre himno de la Carta a los Filipenses, presentándonos a Cristo en el acto de despojarse de su forma divina para asumir la condición de esclavo y hacerse en todo semejante a nosotros los hombres.
Imagen de un Dios que se entrega sin reservas, que da su vida sin medida hasta subir a la cruz, donde toma sobre sí toda la culpa del mundo, hasta asumir Él, que es el inocente, el justo, la semejanza con el hombre pecador. Cristo nos rescató de la maldición de la ley, o sea, del pecado, haciéndose Él mismo maldición por nosotros, afirma Pablo. Intercambio admirable entre Dios y el hombre.
«Dios le hizo pecado con nosotros», leemos en la Segunda Carta a los Corintios. Es ahí, en la cruz, donde Jesús, poco antes de morir, se dirige al Padre gritando: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Grito misterioso de un Dios que se siente abandonado por Dios. En el momento culminante de su vida, Jesús había sido traicionado por los hombres. Los suyos ya no estaban con Él y ahora Dios, ese Dios al que llamaba Padre, Abbá, parece callar. El Hijo siente el vacío de su ausencia, pierde la sensación de su presencia. La certeza inquebrantable de que no estaba nunca solo, de que el Padre siempre lo escuchaba, de que era instrumento de su voluntad, deja paso a la súplica llena de angustia. Entonces parece que se oscurece lo que era más suyo, su íntima unión con el Padre, hasta el punto de no sentirse hijo: «Dios mío, Dios mío», grita y no «Padre».
Así penetra Juan Pablo II con una profundidad impresionante en este misterio. Se puede decir que estas palabras sobre el abandono nacen en el terreno de la inseparable unión del Hijo con el Padre, nacen porque el Padre cargó sobre Él la iniquidad de todos nosotros y sobre la idea, de lo que dirá san Pablo: «A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros». Junto con este horrible peso, midiendo todo el mal de volver la espalda a Dios contenida en el pecado, Cristo, mediante la divina profundidad de la unión filial con el Padre, percibe de modo humanamente inexplicable este sufrimiento que es la separación, el rechazo del Padre, la ruptura con Dios. «Lo cual», afirma san Juan de la Cruz, «fue el mayor desamparo sensitivamente que había tenido en su vida, quedando así aniquilado». Y, sin embargo, en Él hizo la mayor obra que en toda su vida, con milagros y obras, había hecho ni en la tierra ni en el cielo, que fue reconciliar y unir al género humano por la gracia con Dios. Aquel vértice de dolor que alcanzó el Hijo de Dios se abre de par en par ante nuestros ojos como el ápice de su amor por nosotros.
En una intensa oración, Chiara Lubitsch dice:
“Para que tuviéramos luz, te hiciste ciego. Para que tuviéramos la unión, experimentaste la separación del Padre. Para que poseyéramos la sabiduría, te hiciste ignorancia. Para que nos revistiéramos de inocencia, te hiciste pecado. Para que esperáramos, casi te desesperas. Para que Dios estuviera en nosotros, lo sentiste lejos de ti. Para que fuera nuestro el cielo, sentiste el infierno. Para darnos una estancia gozosa en la Tierra entre cien hermanos y más, fuiste excluido del cielo y de la tierra, de los hombres y de la naturaleza. Eres Dios, eres mi Dios, nuestro Dios de amor infinito.”
Pero nosotros podemos pensar que, en aquella hora extrema en que el Hijo se siente abandonado por el Padre, también el Padre vive la misma pasión de amor del Hijo, Dejando al Hijo que recorra hasta el fondo toda la separación de Dios provocada por el pecado, y también entra, en cierto modo, en comunión con todo el sufrimiento humano. ¡A tanto lo conduce el amor que siente por el hombre! El hijo, sintiéndose abandonado por el Padre, se vuelve abandonar a Él con un acto de amor infinito: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», y manifiesta así que es una sola cosa con el Padre en el amor, uno con Él en ese espíritu de amor que los une.
Así pues, la experiencia de la separación más grande de Dios encierra, misteriosa pero realmente, la experiencia de la unidad más plena con el Padre, como tan profundamente escribe Juan Pablo II: “Cuando el Hijo es abandonado por el Padre en el Espíritu Santo, en ese abandono está contenida la plenitud definitiva del amor que salva, la plenitud de la unidad del Hijo con el Padre en el Espíritu Santo. En esta sorprendente dinámica divina del amor, todo dolor nuestro es acogido y transformado, todo vacío llenado, todo pecado redimido. Nuestro abandono, nuestra lejanía de Dios, son superados. Hay un misterio abismal en ese grito que encierra en sí todos los gritos de la humanidad. Es el grito del parto de la nueva creación, de nuestro nuevo nacimiento como hijos de Dios.” Pero este parto no se realiza sin nosotros. El amor extremo de Jesús nos empuja a vivir en cuanto nos es posible, como Él y en Él, todo dolor. Y podemos hacerlo. Podemos ir reconociendo en cada valor personal ajeno una sombra de infinito dolor, un aspecto y un rostro de Él, cada vez que se presenta, si no lo alejamos de nosotros sino que lo acogemos en nuestro corazón como si lo acogiéramos a Él. Y si luego, olvidándonos de nosotros mismos, nos lanzamos a hacer lo que Dios nos pide en ese momento presente, en el prójimo que nos pone delante, dispuestos solo a amar, veremos entonces muy a menudo que el dolor se desvanece como por encanto, y que en el alma permanece solo el amor. Valorar cada dolor como uno de los innumerables rostros de Jesús crucificado y unirlo al suyo significa en verdad entrar en su misma dinámica de dolor-amor, significa participar de su luz, de su fuerza, de su paz. Significa descubrir en nosotros una presencia de Dios nueva y más plena.
Recuerdo mi experiencia durante los oscuros años en prisión en la que, en el abismo de mis sufrimientos, algunos sentimientos me daban la paz del alma. Nunca dejé de amar a todos. A nadie excluí de mi corazón. «Dios amor será quien me juzgue», me dije. «No el mundo, no el gobierno, no la propaganda… Todo pasa. Solo Dios no cambia. Estoy en manos de María».
Quería ser fiel al ejemplo de mis antepasados mártires, a lo que aprendí de mi madre cuando era niño. Pero unir cada dolor al dolor de Cristo en la cruz significa también convertirse con Él en instrumento de salvación. Y aquí pienso en nosotros, los sacerdotes. Porque los peregrinos días se agolpaban con un solo corazón y una sola alma alrededor del altar en el que celebraba la eucaristía san Juan María Vianney, y a los que asistieron a la Misa del Padre Pío en San Giovanni Rotondo les fascinaba el misterio que se realizaba ante ellos, hasta el punto de perder la noción del tiempo, porque veían ante ellos a un sacerdote tan identificado con Jesús en la cruz que podían decir como san Pablo: «Completo lo que falta a las tribulaciones de Cristo en mi carne en favor de su cuerpo, que es la Iglesia».
En cada Misa nuestra, como el cura de Ars, como el Padre Pío, tenemos a nuestro alrededor al mundo entero, con todos los lugares en los que Dios llora, con todos los pecados y con todos los sufrimientos de la humanidad. Lo oímos con nuestros oídos, lo sufrimos con nuestro corazón, y dejamos al Espíritu que ore nosotros con gemidos inefables. Todo lo podemos unir a Jesús crucificado, que está ahí en el altar, y podemos identificarnos con Él. Así, en la fe, podremos alegrarnos valorizados en la revelación de su gloria. Cristo crucificado es nuestra esperanza pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también, por Cristo, nuestra consolación.
Misericordia, Dios mío, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa; lava del todo mi delito, limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa, tengo siempre presente mi pecado: contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces. En la sentencia tendrás razón, en el juicio resultarás inocente. Mira, en la culpa nací, pecador me concibió mi madre. Te gusta un corazón sincero, y en mi interior me inculcas sabiduría. Rocíame con el hisopo: quedaré limpio; lávame: quedaré más blanco que la nieve. Hazme oír el gozo y la alegría, que se alegren los huesos quebrantados. Aparta de mi pecado tu vista, borra en mí toda culpa.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu. Devuélveme la alegría de tu salvación, afiánzame con espíritu generoso: enseñaré a los malvados tus caminos, los pecadores volverán a ti. Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios, Salvador mío, y cantará mi lengua tu justicia. Señor, me abrirás los labios, y mi boca proclamará tu alabanza.
Los sacrificios no te satisfacen: si te ofreciera un holocausto, no lo querrías. Mi sacrificio es un espíritu quebrantado; un corazón quebrantado y humillado, tú no lo desprecias. Señor, por tu bondad, favorece a Sión, reconstruye las murallas de Jerusalén: entonces aceptarás los sacrificios rituales, ofrendas y holocaustos, sobre tu altar se inmolarán novillos.
Reconocernos pecadores, saber que no todo lo hacemos bien, que quizás nuestras actitudes, nuestra forma de hablar, o incluso nuestra forma de pensar puede estar equivocada —a veces hasta sin querer—, es el primer paso para que la redención de Cristo, su Cruz, nos cambie el corazón. El que piensa que todo lo hace bien, o que por lo menos sabe cómo se tiene que hacer bien, está empezando a equivocarse.
Y quiero leer otro salmo, porque las palabras de estos días llegan al corazón, desde la Sagrada Escritura viva en cada uno. Quizá les dedicamos poco tiempo, poca profundidad, poca unción, para rezar así, como Jesús en la cruz:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? a pesar de mis gritos, mi oración no te alcanza. Dios mío, de día te grito, y no respondes; de noche, y no me haces caso; aunque tú habitas en el santuario, esperanza de Israel.
En ti confiaban nuestros padres; confiaban, y los ponías a salvo; a ti gritaban, y quedaban libres; en ti confiaban, y no los defraudaste.
Pero yo soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del pueblo; al verme, se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: «acudió al Señor, que lo ponga a salvo; que lo libre si tanto lo quiere».
Tú eres quien me sacó del vientre, me tenías confiado en los pechos de mi madre; desde el seno pasé a tus manos, desde el vientre materno tú eres mi Dios. No te quedes lejos, que el peligro está cerca y nadie me socorre.
Me acorrala un tropel de novillos, me cercan toros de Basán; abren contra mí las fauces
leones que descuartizan y rugen. Estoy como agua derramada, tengo los huesos descoyuntados; corazón, como cera, se derrite en mis entrañas; mi garganta está seca como una teja, la lengua se me pega al paladar; me aprietas contra el polvo de la muerte.
Me acorrala una jauría de mastines, me cerca una banda de malhechores; me taladran las manos y los pies, puedo contar mis huesos. Ellos me miran triunfantes, se reparten mi ropa, echan a suerte mi túnica.
Pero tú, Señor, no te quedes lejos; fuerza mía, ven corriendo a ayudarme. líbrame a mí de la espada, y a mí única vida de la garra del mastín; sálvame de las fauces del león; a éste pobre, de los cuernos del búfalo.
Contaré tu fama a mis hermanos, en medio de la asamblea te alabaré. Los que teméis al Señor, alabadlo; linaje de Jacob, glorificadlo; temedlo, linaje de Israel. Porque no ha sentido desprecio ni repugnancia hacia el pobre desgraciado, no le ha escondido su rostro: cuando pidió auxilio, lo escuchó.
Él es mi alabanza en la gran asamblea, cumpliré mis votos delante de sus fieles. Los desvalidos comerán hasta saciarse, alabarán al Señor los que lo buscan: viva su corazón por siempre. Lo recordarán y volverán al Señor hasta los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos.
Porque del Señor es el reino, él gobierna a los pueblos. Ante él se postrarán los que duermen en la tierra, ante él se inclinarán los que bajan al polvo. Me hará vivir para él, mi descendencia le servirá. hablarán del Señor a la generación futura, Contarán su justicia al pueblo que ha de nacer: todo lo que hizo el Señor.
Este es el salmo que Jesús empezó en la cruz. Cuando sientas que estás solo, cuando te parezca que nadie acude, cuando como el cardenal Van Thuan nadie pueda ayudarte, acude a Cristo en la cruz. Coge un crucifijo, mírale a los ojos y dile: «Tú, que hoy estás vivo, ven a estar conmigo. Hazte presente, envía tu Espíritu. Señor, llena mi corazón y mi alma. Que nunca sienta que no estás. Que siempre la fe me mantenga firme y la esperanza de la gloria me haga llevar como Tú, con fuerza, con paciencia, y si hace falta también con dolor, la cruz que quieras mandarme».
En la catedral de México hay un Cristo de color negro. Un fraile que celebraba allí Misa todas las mañanas, antes de empezar, abría la catedral y pasaba por el Santo Cristo a darle un beso. Cierto día se habían quedado por la noche anterior unos desalmados para hacer daño al fraile. Untaron con veneno los pies del Cristo, que entonces no era negro, y se escondieron a esperar lo que pasaba. Cuando el fraile, como todas las mañanas, encendió las luces y al abrir las puertas, se acercó al Santo Cristo, al irlo a besar el Santo Cristo encogió los pies y se fue poniendo negro desde los pies hasta la cabeza. El fraile comprendió que no podía besar aquello, avisó a la policía y encontraron el veneno. Aquel Santo Cristo, con un pequeño milagro, le había salvado la vida, pero se volvió negro. También nuestros pecados pueden ennegrecer el Corazón de Cristo.
¡Si fuéramos capaces de que permitir que fuese al revés y dejáramos que el Corazón de Jesús entrara en el nuestro, evitando así que nuestro pecado invada el suyo! Pensemos que cada vez que caemos, tiramos a Jesús al suelo, o le escupimos, o simplemente lo ignoramos, como tantos que pasarían por allí. Y aunque es cierto que a veces es mejor callar, quizá a alguno sí que habría que decirle que se está equivocando, porque si no, ¿quién se lo va a enseñar?
El odio florece entre las personas que no dejan invadir por el amor de Cristo. En algunos casos es por ignorancia, otros por desprecio, otros porque no quieren cambiar alguna realidad de su vida… Todos van buscando excusas, como los niños cuando se apartan de su tarea. Nosotros también buscamos excusas para apartarnos de ti, Señor, a pesar de que hemos visto muchas cosas grandes en nuestra vida, como aquellas gentes que vieron la pesca milagrosa, y las que comieron de los panes y los peces, y los que asistieron a las bodas de Caná o al Sermón de la Montaña. ¿Qué pensaría toda aquella gente, donde había quedado la enseñanza? Seguro que alguno de los evangelistas ya había copiado algunos fragmentos y aquella noche, con Cristo en la cruz, entre lágrimas, con sus papiros en las manos, pensarían si era el hijo pródigo que se había marchado o si estaban haciendo como Jonás, diciendo que no a Nínive.
El pueblo hebreo se sabía el Antiguo Testamento de memoria. Lo habían oído muchas veces y habían repetido el salmo de «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?, Eloí, Eloí, lama sabactani muchas veces. Lo repetían, pero no sabían lo que significaba. Y ahora que estos misterios estaban dando luz no se daban cuenta y hacían oídos sordos. Oyeron las siete palabras, una tras otra, pero tuvieron miedo, por si les hacían daño a ellos. ¡Pobres apóstoles perdidos, a la espera del Espíritu Santo! ¡Y cómo salieron después, predicando todo aquello con toda la fuerza, con todo el coraje, sin ningún miedo…! ¡Pero qué fácil es decirlo ahora, que sabemos el final de la historia! cuando estás en ese momento y la gente te deja de lado; cuando nadie te dice que llevas razón; cuando alguien te persigue y encima es de los tuyos… entonces el corazón sufre. Se calla. No entiende nada. Solo mira al cielo e intenta ver la cruz, y como Jesús, llevarla.
Puede que nos haya faltado vivir la Pasión como si fuera entonces, como si no supiéramos qué pasa, como cuando dijo María Magdalena: «Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto».
Recuerdo una meditación de ejercicios, un Sábado Santo, en el norte de España, en un colegio muy grande de religiosas. Fuimos a una capilla en la que habían retirado al Santísimo y a todos los santos; y aquellas monjas, cuando entraron en la capilla, no sabían qué hacer. Yo estaba detrás, viendo cómo entraban y se miraban. No sabían lo que ocurría. Empezamos la meditación diciendo: «¡Qué fácil es pasar la Pasión sabiendo que viene la resurrección! Pero la fe nos pide creer cuando nos vemos, nos pide confiar cuando no sabemos y nos pide esperar cuando Jesús nos dice: “Os enviaré al Espíritu Santo”».
Que no nos olvidemos de estar unidos al Corazón de Jesús, ese Corazón que tanto ha amado a los hombres que ha explotado de amor, para transmitirnos un amor que llegue a todos. Desde la cruz. Por eso, no te dediques solo al trabajo. Piensa en Jesús. Detente. Si hubieras estado en el Calvario, ¿le habrías dicho a los romanos: «Parad un momento, que me voy. He dejado algo en el fuego, o tengo una reunión». Lo que sea. No, ¿verdad? ¿Por qué entonces siempre dejamos el último a Jesús? Claro, como no se queja… Como no dice nada…
Piensa que estás en el Calvario. Ponte delante, cerca. Y escucha, aprende, reza. Vive las peticiones de Jesús, sus palabras, sus dolores, sus afrentas, sus insultos, en reparación de tus pecados y de los míos. Sí, reza, atiende, escucha, ama. Ofrece algún dolor o sufrimiento al Señor para unirte a su Pasión. Y no solo hoy, sino siempre. Cada día. Ofrécelo también por todas aquellas personas a las que has hecho sufrir y por todas las que han caído por tu culpa…
Señor, quiero unirme a tu Pasión con este sufrimiento mío por todas las veces que he impedido que Tú reines en los demás a causa de mis miedos, mis complejos, mis manipulaciones y mis omisiones. Quiero pedirte que reines en mi corazón y en el de los demás, porque Tú eres Rey.
Ahora escucha las palabras de Jesús con atención, porque te las está diciendo por tu realidad de hoy, por tu problema de ayer, por lo que pasará mañana… Él te pregunta: «¿Qué quieres?». Si quieres, contéstale en un pequeño diálogo, en el que podamos pedirle al Señor, como San Ignacio, «dolor con Cristo doloroso». Que también sepamos escuchar, poner en práctica y vivir, lo que significa aquel testamento de Jesús tan hermoso, que dejó sus últimas palabras para ti y para mí, sus hijos.
«Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Muchas veces no sabemos qué hacemos, cómo lo hacemos ni por qué lo hacemos, porque hemos consultado poco al Señor. Vamos tarde a la Eucaristía a preguntarle. Con un crucifijo en las manos, ¡cómo cambia el mundo! ¡Cómo cambian los pensamientos, los quereres y los pareceres! Los nuestros y los de nuestros hermanos… ¿Has mirado al hermano que te ha hecho daño con un perdónalos porque no saben lo que hacen? ¿Te has visto tú perdonado por Jesús, sabiendo que esa sangre que ha derramado elimina a tus pecados como si nunca hubieran existido? No te va a reprochar nada. No tengas miedo. No existen. No los ha tapado. No. Los ha eliminado. Y por eso te puede decir, como al buen ladrón: «En verdad, en verdad te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso».
El buen ladrón hizo una confesión de fe, asistido por el Espíritu Santo, en su última oportunidad. Después de defender a Jesús, dijo: «¿Este qué mal ha hecho? Por lo menos tú y yo estamos cumpliendo la condena de nuestras faltas, pero este es inocente». Nadie dice Jesús es el Señor sin que le asista el Espíritu; el Señor se lo dio y él lo recibió. Por eso después recibió la gloria aquella misma noche. A San Dimas le podemos pedir que no sea tarde cuando nos demos cuenta. Y por si no nos parece suficiente, ahí tenemos a la Virgen: «Hijo, aquí tienes a tu madre. Madre aquí tienes a tu hijo». Quizá sean esas palabras lo mejor del testamento de Jesús. ¿Qué pensaría la Virgen Santísima cuando oyó esas palabras? Nos acogía a todos, pero perdía al Hijo. Y en nosotros tenía que verle a Él cada día.
Virgencita, haz que nos parezcamos a Él y que nos parezcamos a ti, que al final es a quien Él más se parecía en sus gestos, en sus palabras, en su físico. Sí, que seamos parecidos a María. Que la tengamos como Madre de verdad, viva, con nosotros. Que le contemos nuestras cosas y confiemos en Ella como se confía en una madre. ¿Dedicamos tiempo a estar con la Virgen o solo vamos de vez en cuando para decir que hemos ido y quedarnos tranquilos? Dedícale tiempo a tu Madre.
«Tengo sed», dice Jesús. ¡Hay tanta gente hoy que tiene sed de fe, de alegría y de esperanza! ¡Tanta gente que quiere beber de esa agua que Jesús te ha dado! Recíbela para poder compartirla. «El que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed». Y si tú tienes sed de Jesús, acude a Él. Pregunta. Busca. Seguro que hay lugares donde te reciben y te enseñan a rezar.
En el Calvario había gente que empezó a marcharse porque había tormenta. El velo del templo se rasgó y un terremoto crujió la tierra. Estaba muriéndose Dios hombre. «En tus manos encomiendo mi espíritu». ¡Ojalá podamos morir con esas palabras en nuestra boca! ¡Ojalá podamos decirle que nos acoja! Dios mío, Dios mío, no me abandones. No me dejes solo. En tus manos encomiendo mi espíritu, mi cuerpo, mi alma, mi trabajo, mi tiempo, mi reloj, mi horario, mi agenda, mi destino. Confío en ti.
«Todo está cumplido». Sí, se había cumplido la profecía, cualquier profecía. Isaías, Miqueas, Jeremías, todos los profetas habían ido viendo desde el seno de Abraham donde esperaban la salvación cómo todo aquello que habían dicho se estaba cumpliendo en este momento. Pidámosle al Espíritu del don de profecía, pidámosle también el don de sanar enfermos como hacía Cristo, pidámosle la alegría del corazón, pidamos los siete dones.
Señor, acude en nuestro favor. Gracias por tu Pasión, gracias por todo lo que se ha cumplido. Que cumplamos tu voluntad aquí en la tierra como en el cielo, pero no al revés; que no te pidamos que Tú hagas lo que nosotros queremos, sino que nosotros sepamos hacer lo que Tú quieres. Que no le damos la vuelta al Padrenuestro ni a tu voluntad, ni queramos hacernos dueños de la voluntad de los demás. Que puedan vivir con el corazón ancho, que puedan encontrarte, que no les pongamos barreras ni jaulas, porque todo lo tuyo, Señor, es mucho más grande.
Señor, si no se le pueden poner puertas al campo, ¿cómo se las vamos a poner al Espíritu Santo? Ven sobre nosotros. Ven, Señor Jesús. Vuelve. Jesús Nazareo, rey de los judíos, sé también nuestro rey, el de nuestra casa, el de nuestra vida, el de nuestro día a día. Reina sobre nosotros, Señor.