«Al anochecer llegó un hombre rico de Arimatea llamado José. Era también discípulo de Jesús. Este acudió a Pilato a pedirle el cuerpo de Jesús y Pilato mandó que se lo entregaran. José, tomando el cuerpo de Jesús, lo envolvió en una sábana limpia, lo puso en un sepulcro nuevo que se había excavado en la roca, rodó una piedra grande a la entrada del sepulcro y se marchó».

Estamos ante una escena desoladora. Incluso la naturaleza se hace eco de lo que ocurrió en el Calvario. Se ha hecho de noche. La tierra ha temblado y las rocas se han hundido. La única que se mantiene serena es la Madre. María Magdalena, san Juan y los soldados tienen miedo. Les asusta lo que ha ocurrido y les da miedo la oscuridad. En general, a todos nos da miedo la oscuridad. Los montañeros, dispuestos a andar por los lugares más peligrosos que nos podamos imaginar, saben que cuando cae el sol hay que empezar a montar el campamento. De noche no se puede andar. Algo así les ocurrió a los que estaban al pie de la cruz. Se quedaron paralizados. No podían andar. No podían pensar. No podían reaccionar. María Magdalena fue la primera en levantar la vista y buscó a María, la madre dolorosa. Pensó para sus adentros: «No, ahora no es momento de pensar en ti. Hay alguien que está sufriendo más que tú y esa es la Madre de Jesucristo. Búscala y abrázala». Este pensamiento, este deseo de querer dar consuelo a quien lo necesita, tuvo su recompensa. Al mirar a María, se encontró con una mujer fuerte que estaba de pie, abrazada a los pies de Jesús. Se cruzaron sus miradas y en la de María había luz, la luz de la esperanza no se había pagado en ese corazón de madre.

Todos hemos perdido a algún ser querido, en un momento u otro nos hemos encontrado con la muerte, con esa realidad que nos recuerda que no estamos hechos para este mundo. Es muy doloroso. Es como si se muriera una parte de ti. Te quedas desconcertado, sin saber qué hacer. Todo se tambalea. Uno duda de poder seguir adelante sin esa persona a la que tanto amamos al lado. Se hace de noche. Todo se tambalea, menos la esperanza. En esos momentos la esperanza es nuestra luz, la esperanza de que esa persona se ha ido, pero está; la esperanza de que ha dejado de sufrir; la esperanza de que nos cuida desde el cielo; la esperanza de que algún día nos volveremos a reunir para nunca más separarnos… En los momentos de mayor dolor, de mayor sufrimiento, la esperanza es nuestra luz. Y nuestro modelo para vivir la esperanza es María.

Mientras unos estaban al pie de la cruz, José de Arimatea se dio cuenta de la hora y el día que era y, no teniendo tiempo que perder, fue a pedir el cuerpo de Jesús, pues el sábado se echaba encima y no quería dejar ahí muerto al Maestro. Dice el evangelista que «tuvo la valentía». Debió ser un gran consuelo para María Santísima que, en medio del dolor, les preocupara la sepultura del Maestro. Pero, ¿cómo y dónde, si María no tenía sepultura ni medios para comprarla? Si sus amigos se habían ocultado unos y otros se habían hecho enemigos, ¿adónde acudir? ¿Quién bajará a Jesús de la cruz? Nadie quiere retirarse del Calvario. Se habían quedado como clavados en aquel lugar.

Entre tanto dolor, aparecen los santos varones con el permiso de bajar a Jesús de la cruz y la nueva de que ellos ceden una sepultura. ¡Qué consuelo en medio de la pena! Cuando ve a aquellos santos varones que van a cumplir ese piadoso oficio, ¿qué agradecimiento no guardaría María en su corazón? José de Arimatea fue esa persona práctica que aparece en los momentos más oportunos. Hay que saber estar cada uno en su sitio según la situación. El sitio de María era a los pies de la cruz, el de san Juan, junto a María, pues no en vano se la había confiado Jesús.

José de Arimatea, hombre de pocas palabras, hombre que no sabía qué decir en aquel momento para consolar los corazones destrozados, hace lo que sabe: entra donde Pilato y le pide el cuerpo de Jesús. Compra una sábana, lo descuelga de la cruz, lo envuelve en la sábana y lo pone en un sepulcro que estaba excavado en la roca. ¡Qué importante hacer en cada momento lo que se debe hacer! ¡Qué importante poner al servicio de los demás nuestras capacidades y nuestros recursos!

Y efectivamente, con gran cuidado, bajan a Jesús de la cruz y depositan el Santo Cuerpo en brazos de María. Trae ahora aquí a tu presencia a esa Madre y medita con Ella. ¿Qué haría la Virgen entonces? ¿Cómo iría recordando ante la vista de aquel Cuerpo todos y cada uno de los tormentos de la Pasión? También recuerda todo lo pasado: las escenas de Belén, los días felices de Nazaret en que Ella cuidaba de su Hijo como ninguna madre lo ha podido hacer. Ahora entiende lo que significaba la espada de Simeón que atraviesa su corazón y comprende lo que es ser Madre nuestra, Madre de los pecadores que así habían puesto a su hijo. A esos precisamente iba ella amar, a esos iba a querer como hijos, cuando así habían hecho sufrir a su Jesús… ¡Qué dolorosa maternidad! Y, sin embargo, besando una a una aquellas heridas, va repitiendo: «Soy la esclava del señor, hágase en mí según tu palabra». Acompaña a María en esos momentos. Vete con Ella quitando aquellas espinas, una o una, como si aún sufriera con ellas Jesús. Una, dos, tres… Son espinas largas las que atraviesan la cabeza del Salvador. La sangre que derramó durante la coronación mancha su cara. Se ha secado y no deja vislumbrar bien el rostro del más bello de los hombres. El Rey de reyes no luce una corona de oro, sino una de espinas. El Rey de reyes no podrá quitarse la corona cuando quiera descansar. La lleva clavada y solo ha consentido que se la quitaran cuando ya está muerto, cuando ya no puede oponer resistencia. Jesús amaba su corona y la Virgen Santísima lo sabía; por eso se la quita con tanto cuidado. No deja que se pierda ni una de esas espinas. Las guarda todas con sumo cuidado. ¿En qué piensa mientras las guarda en un pañuelo limpio? Quizás en Pedro, el apóstol cobarde que negó a Jesús, pero a quien Jesús había escogido como cabeza de su Iglesia. Ella sabía que Pedro iba a volver. Quizás pensaría en Pedro como Papa y en todos los demás que vendrían, en todos aquellos hombres, que al igual que su Hijo, serían coronados para regir, guiar y cuidar a la Iglesia.

Fijémonos con qué cuidado saca esas espinas. Sabe que duelen. Quizás ahora no, porque ya está muerto, pero es consciente del dolor que le han provocado a Jesús y piensa: «Mi hijo soportó este dolor por amor a su Iglesia. No serán menos los discípulos que el Maestro. Seguro que ellos también sufrirán, pero mi Hijo les ha enseñado cómo llevar ese dolor. Ellos le tienen a él como modelo. Quiero que los demás fieles, al verme, sepan cómo ayudar, alentar y consolar al Papa en los momentos difíciles. Así, sin preguntar nada, sin echar nada en cara».

Preguntémonos ahora: ¿hago como la Virgen? ¿Rezo por el Papa, le defiendo? No olvidemos que Jesús, por llevar una corona de espinas y no de oro, no deja de ser rey. Entonces, no nos equivoquemos: el Santo padre es el rostro de Cristo en la tierra. Es la cabeza visible.

Cuando ha terminado de quitar las espinas, María mira el rostro de Jesús. Coge un pañuelo, lo moja en agua y limpia su cara. Recuerda cuando era pequeño y por las mañanas, al levantarse, le enseñaba a limpiarse la cara. A Jesús le encantaba jugar con el agua. Se reía mucho. Y después se ponía serio y decía: «Mamá, a ti nunca te faltará el agua». María, en aquel momento, no lo entendía, pero veía la seriedad de su hijo y sabía que no lo decía por decir. Años más tarde, le contaron los discípulos la conversación con la samaritana: «El que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás». ¡Qué misterio encierra el agua! Solo cuando nos falta el agua somos conscientes de la necesidad que tenemos de ella. Con el agua saciamos nuestra sed; con el agua cocinamos; con el agua limpiamos las manchas y las heridas. María usó el agua para limpiar el rostro de su divino Hijo y quitó la sangre, los salivazos, el polvo… Gracias al agua, María pudo volver a contemplar el rostro de su Hijo y se acordó de lo que le decía cuando era niño: «Mamá, a ti nunca te faltará el agua».

Quizás nos encontremos en alguno de esos momentos en que no nos atrevemos a acudir a Jesús. El peso de nuestros pecados y de nuestras infidelidades nos aplasta y no nos deja ver el rostro del Señor. Acudamos a María y, cogidos de su mano, acerquémonos a Jesús, sin miedo; con Ella podremos volver a mirar el rostro del Salvador. Al contemplar los ojos cerrados, María se acordaría de aquella mirada penetrante de su Hijo, que con una mirada lo decía todo. Con la mirada demostraba compasión, ternura, bondad… María recordó el día en que Jesús, con la mirada, buscaba e intentaba descubrir quien le había tocado. En esa búsqueda se encontró con la mujer que sufría flujos de sangre desde hacía mucho y se había gastado todo su dinero en médicos, que no pudieron hacer nada por ella… Esa mirada de Jesús, siempre atenta para averiguar las necesidades del prójimo; esa mirada que no se despreocupada de los demás; esa mirada atenta para no dejar ninguna oportunidad de hacer el bien… Y esos ojos, ahora, están cerrados.

A partir de ese momento, Jesús se serviría de los ojos de su Iglesia para seguir haciendo el bien. Sus discípulos ya estaban preparados. Les había enseñado cómo hacerlo, y pronto recibirían el Espíritu Santo, que les fortalecería en tan gran misión, buscar al necesitado. ¡Cuántas veces nosotros miramos para otro lado! Buscamos excusas siempre, como los niños pequeños, y no sabemos que Jesús vino a sanar enfermedades del cuerpo y del alma. ¿Por qué nosotros no sanamos? Algo falla. Miramos para otro lado. Algo vuelve a fallar. Hermanos, pidámosle a la Virgen saber ver con los ojos del cuerpo las enfermedades, también las del cuerpo, y las del alma.

María llega a las manos, esas manos fuertes que a tantos enfermos habían sanado, esas manos que recogieron del suelo a la mujer pecadora, esas manos que acariciaron a los niños… esas manos ahora tenían agujeros. María las limpia. Las besa. ¿Por qué te han hecho esto? ¿Qué necesidad había? Estas manos solo habían hecho cosas buenas. ¡Solo sabían hacer cosas buenas! Y te las han traspasado con un clavo… Madre, ¿cuántas veces ponemos impedimentos a los que hacen cosas buenas? En lugar de ayudar, ponemos impedimentos. En lugar de dar soluciones, damos problemas. ¿Por qué? Quizá es la envidia. ¡Cuidado con la envidia! Es un pecado que entra muy fácilmente en el corazón, pero difícilmente nos libraremos de él. Si no queremos arrepentirnos de sembrar esa envidia que se agarra y es muy difícil de sacar, cortémosla antes de entrar. Cuando uno detecta que puede ser envidioso, no tiene que dejar que anide ningún pensamiento envidioso en él y mucho menos alimentarlo, porque una cosa es sentir y otra consentir. Pero cuidado con el fariseo que dijo: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como ese pecador». La Virgen nos avisa, con sencillez, con calma. Si estamos cerca de las manos de Jesús, no entrará en nuestras vidas la envidia, esa envidia que no solo llega al deseo de tener lo que tiene el otro, sino desear que el otro no lo tenga. Yo no lo quiero tener, porque para tener las virtudes de otros, tendré que renunciar a alguna cosa. O tendré que abrir mi corazón, quizá es más difícil, para que me las dé Dios. Lo que no quiero es que el otro las tenga. ¡Qué peligro, Señor! Tenemos que saber que existe un apetito sensible que no es malo, el sentir hambre. Es lo que me hace comer. O el sentir frío, abrigarme. Querer conseguir un buen puesto de trabajo no es malo, y es muy lícito siempre y cuando usemos de medios lícitos, pero no todo vale para conseguir un puesto de trabajo. Lo malo es ese puesto que tiene otro, y me fastidia, y me da rabia. Llego a desear cosas malas para él. El deseo del mal del prójimo y alegrarnos de su desgracia podría llegar a ser pecado mortal y no deberíamos acercarnos a comulgar.

Virgen santa, líbranos de la envidia. Si se refiere a los dones espirituales, entonces se llama acedia. La acedia es una envidia del alma que me lleva a renegar de las propias virtudes, de las propias cualidades que tenemos para hacer el bien y eso puede ser fatal en todo lo que se refiere a la vida espiritual e incluso al ánimo de las personas. Cuando una persona tiene acedia no quiere mejorar ni buscar el bien, y puede llegar a despreciar lo bueno que tienen los demás. Esto nos lleva a algo muy generalizado actualmente, que es llamar mal a lo que es bueno, a lo que está bien. Como ya decía el profeta Isaías, «¡ay de los que llaman bien al mal y mal al bien, que toman la oscuridad por luz y la luz por oscuridad, que dan lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!». Jesús se dejó agujerear las manos para prevenirnos sobre la envidia, para enseñarnos a combatirla. La virgen Santísima pasa por el dolor de ver las manos agujereadas de su Hijo y nos dice: «No volváis a hacerlo».

Ahora mira los pies. Esos pies que tantos kilómetros han recorrido ahora están rígidos. Cuesta ponerlos en una postura natural. Sujetos por el clavo, se han quedado uno encima del otro. Con mucho cuidado, María los acaricia con sus manos. Atrévete a ofrecerte tú, que estás a su lado contemplando el cuerpo, a sujetarlos. Accederá encantada, no porque lo necesite, sino porque sabe que es un bien para ti. San Pablo, en la primera Carta los Corintios, nos dice: «Así como el cuerpo tiene muchos miembros y sin embargo es uno, y estos miembros, a pesar de ser muchos, no forman sino un solo cuerpo, así también sucede con Cristo. El cuerpo no se compone de un solo miembro sino de muchos. Y si el pie dijera: “Como no soy mano, no formo parte del cuerpo”, ¿acaso por eso no seguiría siendo parte de él? Y si el oído dijera: “Ya que no soy ojo, no formo parte del cuerpo”, ¿acaso dejaría de ser parte de él? Si todo el cuerpo fuera ojo, ¿dónde estaría el oído? ¿Y si todo fuera oído, dónde estaría el olfato? Pero Dios ha dispuesto a cada uno de los miembros en el cuerpo según un plan establecido. Porque si todos fueran un solo miembro, ¿dónde estaría el cuerpo? De hecho, hay muchos miembros, pero el cuerpo es uno solo. El ojo no puede decir a la mano: “No te necesito”, ni la cabeza a los pies: “No tengo necesidad de vosotros”. Más aún, los miembros del cuerpo que consideramos más débiles también son necesarios, y los que consideramos menos decorosos, son los que tratamos más decorosamente. Así, nuestros miembros menos dignos sean tratados con mayor respeto, ya que los otros no necesitan ser tratados de esta manera. Pero Dios dispuso el cuerpo dando mayor honor a los miembros que más lo necesitan, a fin de que no haya divisiones en el cuerpo, sino que todos sean mutuamente solidarios». Si un miembro sufre, todos los demás sufren con él. Si un miembro es enaltecido, todos los demás participan de su alegría. En la Iglesia todos tenemos nuestro sitio. Unos predican con la palabra, otros con el silencio. Unos ayudan activamente en las obras de caridad, otros lo hacen a través de la oración. Si todos quisiéramos ser predicadores, si todos quisiéramos estar en la primera alineación, o en la retaguardia, la Iglesia no estaría completa. Dios tiene un lugar para cada uno. Incluso tiene un lugar para cada tiempo. Mirando los pies taladrados de Jesús, preguntémosle: «¿Qué quieres de mí? ¿Qué quieres que haga, Señor?».

María recuerda el momento en que el centinela atraviesa con la lanza el corazón de su Hijo. Te deja a ti sujetando los pies de Jesús y Ella va a acariciar ese costado. No aparta la vista de ese corazón que se ve por la herida. Sin vida. Sin latir. Sin movimiento. Pero no sin amor. El soldado clavó el metal hasta el fondo, traspasando piel y músculos, hasta el corazón. Para su sorpresa, brotó abundantísima sangre y agua, que lo bañaron en la fría, tormentosa y oscura cima del Gólgota. El signo fue derramado en el momento preciso. Es el momento del triunfo, cuando el Salvador del mundo nos dio la vida eterna, llevándose nuestros pecados con su propia entrega. Sangre y agua, vida y redención, sangre que representa la vida que nos da el Salvador y agua que representa el lavado de nuestros pecados. Así lo rezamos en esa hermosa oración: «Alma de Cristo, santifícame… Sangre de Cristo, embriágame… Agua del costado de Cristo, lávame». La misericordia de Dios nos alienta con la sangre que da la vida eterna y nos lava con el agua del sacramento de la reconciliación. El sacrificio de Jesús significó la salvación de la humanidad, No por el mérito de hombre alguno, sino por el mérito exclusivo del hombre Dios, Jesucristo, Dios vivo, verdadero Dios y verdadero hombre. La salvación proviene exclusivamente de Él y de la misericordia que se derramó de su costado, en el culmen de aquel día de valor y triunfo.

Su cuerpo exánime descansa en brazos de la Madre de todos nosotros, Madre de la humanidad, Madre del dolor, pero hay que llevar a Jesús al sepulcro. Entre los hombres lo cogen. Su Santísima Madre va detrás, recogida en profunda oración. El sol sigue negando su brillo a la tierra, pero brilla la luz de la esperanza que no se apaga nunca en María.

A la mañana siguiente, pasado el día de la preparación, acudieron en grupo los sumos sacerdotes y los fariseos a Pilato y le dijeron: «Señor, nos hemos acordado de que aquel impostor, estando en vida, anunció que resucitaría a los tres días. Por eso ordena que vigilen el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos, se lleven el cuerpo y digan al pueblo: `Ha resucitado de entre los muertos´. La última impostura sería peor que la primera”. Pilato contestó: “Ahí tenéis la guardia. Id vosotros y asegurad la vigilancia como sabéis”. Ellos aseguraron el sepulcro y colocaron la guardia». Esta guardia romana es un testigo más de la resurrección del Señor. Nadie se reía de Roma y menos en una guardia. Nadie se dormía porque se jugaba la vida. No estaban de broma, estaban ocupando un país. Estaban vigilando las posesiones del César. Lo que ha corrido entre los judíos de que se llevaron el cuerpo es una ridiculez que no se creen ni los niños. El Señor iba a resucitar, lo dijo, y en esa esperanza deberían haber vivido los apóstoles, pero tienen miedo y se esconden. ¡Menos mal que María los mantenía en la esperanza y en el amor! Sí, pero estaban escondidos. No te escondas. Sal a la calle y dile a la gente que Jesucristo vive, que esperen su resurrección, que esperen su vuelta: «Anunciamos tu muerte proclamamos tu resurrección, ven señor, Jesús». ¿De qué tienes miedo? ¿De su reinado? ¿De lo que te va a pedir? ¿De lo que tendrás que hacer? ¡Pero si lo hace todo Él! ¿No te das cuenta? Fíate del Señor. Que la Virgen Santísima, hoy triste y llorando, cuente con tu consuelo, con tu amor y con tu compañía; y si no se te ocurre nada, ponte a su lado, dale un abrazo y descansa. Dile que se acuerde de ti, que te cubra con su manto y no deje nunca de ampararte.

La Virgen María es también Madre de los sacerdotes. Hoy pedimos también por ellos. Cuando un sacerdote llega a un destino nuevo, no sabe dónde está la gente, ni la farmacia, ni la tienda, ni el banco, ni a veces ni su casa. No encuentra sus cosas porque están todavía metidas en cajas. Se acaba de mudar y empieza de cero, como un niño. Poco a poco, va conociendo a la gente: los que le ayudan, los que le insultan, los que le quieren, los que disimulan, los que están ahí por si un día los necesitas. Unos van a la iglesia, otros no. Algunos la limpian, otros hacen obras, muchos rezan. Cuanto más conoce a la gente, más le quieren; cuanto más le quieren, más le cuentan, a sí es más fácil ayudar. Virgen de la Soledad, haz que no deje nunca a nadie solo. Haz que los sacerdotes de su parroquia como si fueran sus hijos, que por eso entregaron su corazón entero, para poder para poder amar a todos. No para controlar, ni para decidir, sino para acompañar. Como tú, Madre, que cuanto más nos conoces, más nos puedes ayudar. Que haga como los niños que le cuentan las cosas a su madre, también las que van mal. Algunos se equivocan y dicen: «Es para que no sufra, ¿para qué se lo voy a contar?». Y resulta que la madre lo sabe igual y sufre más que si se lo hubieras dicho, porque así por lo menos habría podido descansar al hablarlo contigo. Con la Virgen pasa igual. Cuéntaselo todo. Dile lo que te cuesta, lo que te gusta, dile lo que Dios te da y lo que tú le pides, y quizás Ella te pueda ayudar como a los novios de Caná.

Hablemos con María de nuestras cosas, de las del corazón, de las del alma y de las del cuerpo también. Podemos usar las Avemarías del Santo Rosario y otras oraciones tan hermosas como esa de San Bernardo, que llega al alma cada vez que se reza:

Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María! que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorando vuestra asistencia y reclamando vuestro auxilio, haya sido abandonado de Vos.

Animado por esta confianza, a Vos también acudo, oh Madre, Virgen de las vírgenes, y gimiendo bajo el peso de mis pecados me atrevo a comparecer ante presencia soberana.

Oh madre de Dios, no desechéis mis súplicas, antes bien, escuchadlas y acogedlas benignamente. Amén.

Que podamos pedirle a la Virgen cada día, con esta confianza, con un corazón ancho, con esta seguridad que nos da alegría, que después de que Cristo haya resucitado vendrá gozosa a buscarnos, nos cogerá de la mano y nos dirá: «Ven, que te llevo a mi Hijo, que te está esperando. ¿Cuánto tiempo llevas sin recibirle? ¿Cuánto llevas sin confesar? ¿Por qué no hablas más con Él? ¿Por qué no se lo explicas? ¿Por qué no pides ayuda? ¿Que no te quieren ayudar? Yo te ayudaré, hijo mío. No les tengas en cuenta a los que no pueden, porque no saben o porque tienen miedo. No creas que es porque no quieren. ¡Claro que quieren! Pero se han quedado parados. Miran de lejos la cruz y no saben ni llevarla, ni bajar a mi Hijo, ni estar conmigo. Les falta el Espíritu Santo, pero vendrá. Ya lo dijo Jesús: “Os enviaré al Espíritu Santo. Por eso conviene que yo me vaya”».

Madre, dile que no tarde tanto, que a algunos ya nos falta el aire. Que no podemos seguir. Que cualquiera que diga esto mismo se encuentre siempre contigo. Ve a buscarlo Madre, no lo dejes. Habla con él. Reza por él. Intercede por él, que yo, desde mi casa, también lo haré.

Madre, ayúdame a no atarme a nada que me aparte de ti. Que mi corazón se llene de tu compañía. Que no me ate a las cosas, sino que solamente las use para ti o para tu Hijo, para gloria vuestra.

Madre, dime, te dijo Jesús que después iba a volver, ¿verdad? ¿No te dijo: “Vuelvo enseguida, Madre. Vamos a sufrir un poco, pero es por todos ellos. Seguro que irá bien”? Te pido por los que no aprovechamos tantas veces el dolor, la cruz, la que nos manda tu Hijo o la suya misma, tus dolores, tus espadas, las de Simeón? Madre mía, ¡qué grandes! ¡Cómo sufre un hijo que quiere cuando ve sufrir a su madre y se da cuenta de que no puede hacer nada por evitarlo! Cuando no podamos ayudar, Madre, que confiemos, en tu manto, en tu regazo, en tu corazón, en tus manos, en tus labios, en tus ojos… Te pedimos que seas Tú la que nos proteja, la que nos diga qué hacer con el hermano que sufre, con el vecino que no nos quiere porque quizá nadie le ha querido nunca. Te pedimos por este mundo loco que no se quiere, que ha perdido el amor de Dios, que parece que no tiene al Espíritu Santo, que no quiere creer, que no quiere amar, que ha cambiado el nombre del amor por otras cosas que no significan nada porque no están bajo la sombra de la cruz… Tú que eres madre, ayúdanos.

Cuando van terminando los ejercicios, muchas personas hacen un propósito de lo que han ido viendo a lo largo de las meditaciones, la confesión, los exámenes de conciencia de la noche, o durante los paseos. Yo propongo aquí un solo propósito: abrir el corazón para ver qué nos quiere poner Dios dentro, para ver qué nos quiere dar. No se trata de que nosotros consigamos cosas, ni de querer agradar a nadie. Solo se trata de recibir los dones del Señor y ponerlos por obra si Él quiere. Y si no, ya lo arreglará. Hay gente que reza para poder aparcar. Parece un juego y después te das cuenta de que es verdad. Pues si nos aparcan los coches, ¿cómo no podrán hacernos decidir cuál es su voluntad? Pero la voluntad de Dios, no la nuestra. «He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra». ¡Si realmente fuéramos así, si ese fuera nuestra actitud, no la de hacer, sino de esperar, no de conseguir, sino de amar!

El cielo no se consigue, el cielo te lo dan. Solo tenemos que decir que sí, «hágase», como la Virgen. Si alguna vez has querido llegar al cielo por tus obras, por tu horario, por el cumplimiento de tus normas, bájate de esa escalera. Solo tienes que esperar lo que Dios te dé. Solo tienes que esperar cuando Dios lo quiera. Solo tienes que confiar.

Sin Él no se puede. El pecado, de una manera o de otra, al final te engaña. Te cansa. Te deja sumido en una soberbia que se acaba convirtiendo en una carga sobrehumana que no podemos aguantar. Pídele a Jesús que lleve Él tu cruz. Algunos dirán: «Pero tenemos que colaborar…». ¿Cómo vas a colaborar con este misterio santo de la sagrada Pasión, con el dolor de una madre que a la vez es Madre de Dios? No hay nada que pueda colaborar a eso; tan solo hay que decir que sí. «Sí, Señor». Y no tengas miedo, que no pasa nada por no colaborar. Déjate llevar. ¿No será más fácil?

Vamos a pedirle a Dios que nos dé la humildad de recibir los bienes que quiera, los que sean, los dones del Espíritu Santo, y así donde estemos podremos iluminar con su luz. Cuando nos apartamos de Él y quitamos la mirada de su Corazón, de su Eucaristía, de todo su don, entonces nos perdemos y damos vueltas a ideologías, historias y políticas que no tienen sentido ninguno y que nos han hecho quitar el corazón del único importante. «María ha elegido la mejor parte y no se la quitarán». Que no se nos olvide.

Buscamos la verdad en el camino y la vida con Cristo, para encontrar la justicia, el orden y la paz. Te pedimos, Señor, por la paz en el mundo, la conversión de los pecadores y nuestra propia conversión. Te pedimos también por la purificación de la iglesia, para que salga fortalecida después de la resurrección de Cristo y de la de todos, cuando al final de los tiempos veamos y amemos al Señor cara a cara. María, llévanos contigo al cielo. Te damos gracias por tu espera, por tu fe, por tu compañía. Te damos gracias por haber sido la primera, la que recibió la Palabra del Señor, la que engendraste en tu vientre a Dios, la que esperaba la resurrección aglutinando toda la fe de la Iglesia, que estaba en Ella, porque los apóstoles en esos momentos no tenían. Cuando nos falte la fe, que acudamos a ti, Madre. Virgen Santa María, ruega siempre por nosotros. Amén.

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