Querido Santo Patriarca:

Estamos de fiesta en la Iglesia porque el Papa Francisco te ha dedicado un AÑO DE SAN JOSÉ. Desde que llegó al pontificado, cuando te añadió en el canon de la Misa, antes de que se actualizaran las traducciones, de un día para otro, en toda la Iglesia, ya pudimos ver que te quería mucho. Sí, tú también recibiste del Cielo mandatos y designios que pusiste en práctica de un día para otro.

Querido Patrón de la Iglesia Universal, te pido por nuestros pastores, por el mismo Papa y por cada uno de los obispos. Debes saber que ayer, en España, se aprobó la Eutanasia, y sí, algunos han levantado la voz; pero después de muchos años de silencio. Tú callabas, santo Patriarca, pero era un silencio operante, nada pasivo. Un silencio elocuente que cumplía la voluntad del Padre. Ahora abundan silencios cómodos, traidores, silencios de omisión camuflados en falsa prudencia. Líbranos, santo José, de los perros mudos, de los guías ciegos, dales el coraje que tuviste tú, al no temer acoger a María, tu mujer, porque la criatura que había en ella venía del Espíritu Santo.

Tú que pusiste nombre a Jesús, enséñanos a pronunciarlo para saber que las cosas de este mundo, sólo se solucionan con ese nombre, que solamente Él nos salva; pero que eso no sea pretexto, como aquél que dice “Dios de los males saca bienes”, para no hacer nada. Te pusiste en camino hacia Egipto, sólo porque te avisó el Ángel. No buscaste otra solución intermedia, te armaste de valor y de confianza, y con toda la ternura de Padre Bueno, le dijiste a la Virgen que había que salir sin tardar. Ayúdanos a saber alejarnos de los Herodes de nuestra vida. De aquellos que nos alejan de ti, con su hipocresía, con sus buenas palabras; que nos sepamos alejar de Satanás, y de todos los que siguen sus ideas y proyectos. En definitiva, ayúdanos a escuchar la voz de tu voluntad en el “cada momento” de nuestra historia diaria.

Querido patrón de la buena muerte, ¿te acuerdas de los hijos de Cándido? Las sonrisas de sus labios aparecen ya muy poquito. Se les ha ido su padre, igual que a Amparo, a Nino y a María Emilia. El dolor aflora en sus mejillas. Sí, tú que sabes del dolor de cada muerte, ampara, con nuestra Virgen Santa, a los que se han marchado ya para estar contigo, y da el consuelo a sus hijos; ese consuelo que muchas veces es imposible darles. Haznos consuelo de los que lloran, como tú lo fuiste del Sagrado Niño, de su Madre y lo eres de aquellos que te buscan con buen corazón.

Protector de los trabajadores, queremos rezar, como nos pide el Papa, pero se nos hace un nudo en la garganta cuando vemos a tantos sanitarios doblando turnos y con sus gafas marcadas en la cara de todo el día, por las protecciones, que por fin llegaron. Nos duele el alma al escuchar a los taxistas cuando, en una de sus pocas carreras, te cuentan las horas que llevan en la calle para llevar, aunque sea, la hipoteca del taxi a casa, para poder pagarlo. Me caen las lágrimas cuando los hoteleros piden abrir sus puertas a quien pase por la calle, antes que arruinarse, porque les siguen cobrando impuestos, pero no tienen con qué pagarlos. Tú que sabes del trabajo sacrificado, tú que lo convertiste en el primer Evangelio, en la primera buena nueva, concede solución a los problemas de los que están arruinados. Tú que pagabas los impuestos al César, ten piedad de los porcentajes que arruinan a los pobres para enriquecer a los políticos, como en tu tiempo, santo patrón de los que se ganan el pan, con el sudor de la frente.

Tú que empezaste a trabajar lejos de tu lugar habitual, ayuda a los que no saben ni qué hacer ni qué decir. Protege sus vidas, que se desesperan sin solución, porque es lo que han hecho toda la vida: trabajar, nada más que trabajar. Ayuda a los que se han ido cuando lleguen allí, dile a tu Hijo que comprenda lo que les ha ocurrido, y salva a los que quedan aquí, te lo pido en su nombre, por la ternura del Niño entre las pajas, del portal que le encontraste. También te pido por los que no tienen casa, por los que ya ni la buscan, porque siempre has protegido a los más desvalidos, porque bajo tu amparo puso el Creador de cielos y tierra al Señor de la Vida. 

Por último, Santo Patrón del Seminario, te felicito por tu año y te pido por todos los que se preparan para recibir el sacerdocio. Alienta en sus dudas, en sus malos momentos, a los que se les hace largo el camino. Ayuda a los sacerdotes del mundo que han visto cerrarse sus templos, las casas de tu Santísimo Hijo sin que, tantas veces, nadie haya hecho nada para evitarlo, y además, con el pretexto de evitar una enfermedad, cuando la solución era acudir al único que es la salvación, al único que sana de verdad. Ayúdanos a reconocernos enfermos, para poder pedirle que nos dé vista cuando estemos ciegos, que nos haga andar cuando estemos paralíticos, que nos haga oír cuando nos hable. Enséñanos a andar a su lado, como hacías tú desde sus primeros pasos. Enséñanos a reparar las almas o a llevarlas a Quién las repara, mejor dicho, como arreglabas tú tantas cosas en Nazaret, en Belén, en Egipto, en tu taller.

Repáranos el corazón, artesano divino, protector de las almas humildes, custodio casto de la Virgen. Enséñanos por último, a tratar a nuestra Madre del Cielo, y con Ella, a todas las mujeres. Enséñanos a ser caritativos, comprensivos, cariñosos, y también seguros y decididos cuando nos necesiten así.

Me despido, esposo de María Virgen, pidiéndote que prepares a la Iglesia y a este mundo para el triunfo de Su Inmaculado Corazón, que no se nos olvide que por la Cruz se llega a la Luz, y que cada pesar diario sea un signo de Esperanza en el Señor que está cerca. Que esta Navidad, tu presencia impregne cada familia, como su protector que eres, cada corazón, cada parroquia, capilla, colegio. Haznos devotos de tu predilección por Jesús y María, para que podamos decir cada día: Con Vos, descanse en paz, el alma mía. Y, se me olvidaba, San José de mi alma: ¡FELIZ NAVIDAD!

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