A lo largo de los capítulos de esta tesis hemos podido recordar la importancia de tres prácticas relacionadas entre sí en muchos aspectos: la Confesión, la Dirección Espiritual y la Cuenta de Conciencia. Si bien hemos circunscrito las tres prácticas en la vida religiosa, las conclusiones que siguen pueden ser útiles en cualquier marco que se den dichas prácticas.
Antes de pasar a detallar sus semejanzas comunes quisiera hacer relevancia de que puede estar ocurriendo una falta de asiduidad tanto en una como en las otras. Es conocida la insistencia de los papas en la necesidad de la confesión. La falta de conciencia de pecado, también la falta de sacerdotes en muchos lugares y, por qué no, la falta de costumbre, han ido retrasando la frecuencia de Sacramentos e incluso el desconocimiento de ellos. Urge una catequización sacramental en el contexto de la nueva evangelización.
La Dirección Espiritual se lleva a cabo en comunidades, seminarios y movimientos, pero se desconoce en los pueblos y ciudades. Incluso aquellas personas que podrían dedicarse a ella, no ven con buenos ojos, o no se sienten con ánimo de dedicar tiempo a dirigir espiritualmente a las almas.
Como punto y seguido, en la tarea sacerdotal que nos ocupa, creo imprescindible, bien sea para llevar a cabo lo que aquí se ha estudiado, como para cualquier otra misión apostólica, incluso la del estudio, que también contribuye a la salus animarum, llevar una vida de oración sólida y constante. Y tener en cuenta dos puntos bíblicos que deben acompañar toda tarea pastoral: “conviene que Él crezca y yo disminuya” de San Juan Bautista refiriéndose a Jesús, que a la postre, es la clave de la evangelización; y las palabras del Salmo 127: Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles; si el Señor no guarda la ciudad, en vano vigilan los centinelas.
Por último, en este aspecto, quizás por el miedo al mal uso de lo que se diga, o por demasiado afán de individualismo, o por desinterés o falta de atención, tampoco la cuenta de conciencia está siendo habitual en la vida religiosa.
Nuestro tiempo es un momento difícil en la Iglesia para que aceptemos un consejo, una corrección. Creo que las obras de misericordia que el Papa Francisco está queriendo que meditemos y practiquemos, no solamente son difíciles de hacer, sino también de recibir.
Por otra parte, es cierto que las tres prácticas coinciden en dimensiones comunes con respecto a las almas, y también en la vida religiosa, o simplemente de comunidad. Es importante resaltar que la oración y la abnegación deben acompañar la vida religiosa. Si no, corremos el peligro de, amparándonos en la libertad, ponernos a nosotros mismos por encima de todo. Es un equilibrio complicado porque los religiosos abusan de esas libertades exigiendo derechos sin cumplir obligaciones, pero también los superiores pueden abusar de su autoridad, mandando en provecho propio o con una posible manipulación de la conciencia.
Quizás lo primero a tener en cuenta por parte de la relación entre las tres, es su conveniencia. La Sagrada Escritura, los santos padres y el ejemplo de los santos nos ponen de manifiesto que los tres son caminos de salvación. Hay que confesar, si puede ser, frecuentemente, es bueno para el cristiano llevar una dirección espiritual y también los religiosos que ven a Cristo en su Superior, tienen la oportunidad de transmitirle aquellas cosas de su conciencia que le permitirán dar lo mejor de sí mismo en aquellos ministerios que les encomienden.
Esta verdad no puede pasar por alto el papel que juega en las tres prácticas la libertad. Un derecho fundamental del hombre es ser libre. Dios nos creó libres y también somos libres en la aceptación de la Fe y en los Sacramentos.
Todo cristiano es libre de confesarse cuando quiera y con quien quiera. Es cierto que pueden hacerse salvedades a esta libertad, como hemos podido ver, en las comunidades de clausura, o en algunos casos muy concretos. Sin embargo, no podemos olvidar que es más importante para el alma el respeto a la libertad de escoger confesor, que cualquier otro aspecto que se precie, siempre y cuando, no haya mala intención en dicha intención. También debe ser libre el momento que se elige para llevarlos a cabo y la frecuencia que se dé entre una vez y la siguiente, teniendo en cuenta siempre el precepto de confesar los pecados mortales, al menos una vez al año; aunque por ley particular puede exigirse una mayor asiduidad, ya que, si no estás dispuesto a aceptar esa norma, o cualquier otra, puedes abandonar cualquier instituto.
En segundo lugar, también la práctica de la dirección espiritual es libre. Uno puede cumplir los Mandamientos de la Ley de Dios y de la Santa Madre Iglesia, y seguir así el camino para llegar al Cielo, apoyándose en su oración y criterio, sin consultar nada o, por el contrario, puede preguntar todo lo que le parezca. No es una decisión ajena a sí mismo, sino que es y debería ser siempre una decisión propia. La medida en que ésta se lleve a cabo, la profundidad con la que se toquen los temas concretos, puede estar relacionada con las posibilidades del director, por ejemplo, el tiempo que disponga, pero, sobre todo, depende del dirigido. Es libre para elegir tiempo y momento.
Por último, también la cuenta de conciencia es absolutamente libre, y no puede, ni siquiera invitarse al súbdito a ser más franco o concreto con el superior en lo referente a su conciencia, si ha sido claro en lo necesario para el buen funcionamiento de las tareas encomendadas. Tampoco se le puede exigir que lo haga con mayor o menor frecuencia. Es una decisión que corre de su cuenta. Cada uno elegirá los momentos oportunos para llevarla a cabo, y también hasta qué punto trata cosas personales, o se refiere solamente a lo concerniente al apostolado o a las tareas encomendadas. Sin embargo, hay que considerar que ha sido una práctica aprobada en la Iglesia y con muy buenos resultados a la que debemos dar su justo valor, dejando la libertad para llevarla a cabo, pero sin abandonarla en un mal uso de las libertades.
Conculcar esta libertad, aunque sea someramente, trae consecuencias nefastas a las personas, a las familias religiosas y a la Iglesia como madre. Las consecuencias de equivocarse por privar a los demás de esa libertad, pueden llegar a ser muchos más graves de lo que imaginamos, porque no solamente perjudican individualmente, sino a nivel general.
También podemos concluir que el secreto debe ser clave en lo que confesor, director espiritual y superior, escuchan directamente de sus interlocutores. El sigilo sacramental, el secreto profesional y la recta prudencia y confianza de los que mandan, nos hacen concluir que, si bien el secreto es mucho más importante en la confesión, también debe respetarse en la dirección espiritual y en la cuenta de conciencia, ya que forma parte de una especie de pacto tácito en el que se confía para empezar a hablar.
Por otra parte, nada debe alterar el funcionamiento de lo que, en justa lógica, se aplicaría en caso de no saber. Es decir, no se puede actuar por la ciencia conocida en el Sacramento de la Penitencia, ni siquiera en beneficio del penitente. Es atrevido, pero creo que la cláusula del derecho que afirma que no se puede actuar por la ciencia conocida “en perjuicio del penitente” debería eliminarse. Esa apostilla deja ambigua la decisión de qué perjudica y qué beneficia. ¿Quién establece el criterio de lo que es perjudicial o beneficioso? Si no utilizamos la ciencia conocida en ningún caso (salvo el de rezar por el penitente, que no tiene peligro de revelar nada inconveniente), se tutela lo sagrado de la confesión, y se hace patente la realidad de que todo queda entre Dios y el alma. De forma que es consejo prudente de la larga tradición de la Iglesia, actuar como si lo escuchado en confesión no se supiese. Sé lo complicado que es cambiar un ápice del Código, y tampoco pretendo que se haga, pero sí debería ser una buena conclusión a esta tesis actuar como si ese entrecomillado no estuviera, ya que las consecuencias de equivocarse en ello son nefastas, y ninguno el mal de no decir nada, ni en perjuicio, ni tampoco en beneficio.
Tampoco puede cambiar de actitud el director espiritual, puede aconsejar, recriminar, insistir, pero no dejarse influir en el trato personal o en su vida, por lo que le han revelado en la conversación referida a cualquier dirección espiritual.
Ni siquiera el superior puede cambiar un destino o una decisión, a menos que se lo pidan de esta manera, de forma explícita. Hacerlo así perjudicaría gravemente en la espontaneidad, la confianza y la paz del súbdito e incluso de toda la comunidad, o incluso, del Instituto.
Es importante tener en cuenta que el Derecho es tutela de aquellos que obran correctamente, pero que también debe aplicarse cuando las cosas no marchan bien. No se legisla con la previsión de que vamos a ser ejemplos de santidad en todas las decisiones, ni en los cargos encomendados. Sucede a menudo que muchas personas pierden su criterio habitual, su paciencia y su ecuanimidad cuando más falta hacen. Por ese motivo, debemos concluir que, si bien es peligroso el libertinaje, la libre y absoluta disposición, y otras actuaciones en esa línea, también puede serlo el exceso de control, la falta de confianza, e incluso, como hemos podido observar en estos últimos lustros, la manipulación, el abuso de autoridad, y la falta de comprensión y paciencia con algunas personas.
Algunas personas han dicho que las disposiciones en la vida de la Iglesia, dentro del carisma propio de cada Congregación o Instituto no son para nada secretas y que es responsabilidad de los que ingresan haber escogido ese tipo de vida. Sin embargo, hay que decir que, en algunas ocasiones, los métodos que se siguen, no se adhieren específicamente a las Constituciones, o también, que los directorios de uso interno matizan las normas de una manera que sí puede ir contra el derecho general. Es importante advertir que a nadie se le debe obligar a infringir su libertad e individualidad, o su dignidad, por el mero hecho de haber ingresado en un lugar determinado o de haber hecho voto de obediencia. Los derechos fundamentales del cristiano están por encima de cualquier norma o decreto, llegando, en muchas ocasiones a considerarse nulo aquello que va contra los cánones.
La línea de actuación que se nos está marcando en estos últimos años, por los sumos pontífices y por las aprobaciones y reformas de las Constituciones de los Institutos de Vida Consagrada, señala un máximo respeto a la conciencia y libertad de cada uno, y una importancia clave en procurar que los consagrados a Dios, como hijos en religión, no se descorazonen ni pierdan en ningún caso, o no les ocurra al menos, por el posible absolutismo de superiores y normativa extrema en el terreno de la conciencia, y puedan servir al Señor con alegría ser vehículo para los demás de unión con el Señor, caridad y paz. Lo cual es imposible si la vida está rodeada de tensión, de desconfianza y el alma presionada por falta de anchura de corazón.
Es cierto que hay que tener en cuenta que estamos como corderos en medio de lobos y que no todo el mundo actúa con buena intención, pero también que debe presuponerse, en aquellos que quieren seguir a Cristo en pobreza, castidad y obediencia, la ilusión de los candidatos y ya religiosos profesos, sacerdotes y novicios, a ser sencillos como palomas, aunque el mundo los persiga y no comprenda.
Con este estudio no quiero ni siquiera señalar ninguna conducta en ningún sentido de ningún superior, ni tampoco de ningún instituto, sino solamente iluminar algunos puntos oscuros en la relación de estas prácticas; alertando, por otra parte, que la evolución de la legislación ha ocurrido por el peligro que conlleva el abuso por parte de algunos, o la posibilidad de él, cuando la mayor gloria de Dios o el bien de las almas, no son el móvil del obrar de algunos; o también, ante la posibilidad de que la misión concreta de cada momento, llegue a anteponer el fin concreto a la dignidad de la persona, pudiéndose instrumentalizar esa donación de la libertad que cada religioso hace de sí mismo a Dios al emitir sus votos.
Solamente actuando de esta manera podremos llegar a hacer realidad en nuestras vidas, dentro y fuera de los conventos, para nosotros mismos, nuestros superiores o nuestros súbditos; ya sea en el apostolado activo, en la misión o allá donde nos depare la providencia, que las palabras de San Pablo a los Filipenses se hagan realidad en torno a nosotros:
Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que vuestra clemencia sea conocida de todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna; antes bien, en toda ocasión, presentad a Dios vuestras peticiones, mediante la oración y la súplica, acompañándolas de la acción de gracias. Y la paz de Dios, que supera toda inteligencia custodiará vuestros corazones y vuestras mentes en Cristo Jesús (Flp. 4,4-9).
A los pies de San José, patrón de la Iglesia universal, pongo estas páginas y todo aquello que, en adelante, me encomienden seguir profundizando para contribuir como decía San Ignacio de Loyola, aunque sea mínimamente a que todos lo hagamos todo Ad Maiorem Dei Gloriam.
Dejar un comentario