A vosotros, los que nunca dudasteis de Cristo, Feliz Pascua. A todos los sacerdotes, Feliz Pascua de Resurrección. A nuestros obispos, que nos acompañan como pastores, sucesores de los apóstoles, primeros testigos de la resurrección del señor, Feliz Pascua de Resurrección. A las religiosas en sus conventos, a las abuelas en sus casas, a todo el mundo, ¡Feliz Pascua de Resurrección!
Quiero compartir contigo, lector, una anécdota de mi familia. Cuando yo iba a nacer, mis padres estaban apuntados a una peregrinación a Tierra Santa pero como nací, se quedaron sin peregrinación. Toda la vida me he sentido culpable de que no hubieran podido hacer el viaje. Fueron pasando los años, mi madre se puso enferma y, cuando cumplían cuarenta años de casados, le dije a mi hermano que o nos íbamos o ya no tendríamos tiempo… Preparamos las cosas, nos fuimos a Tierra Santa y celebramos en Caná de Galilea el aniversario de las bodas casi en su mismo día. Después, le dije a mi madre: «Mamá, si me voy a Belén, si puedo visitar el lugar donde nació Jesús, yo ya me puedo morir». Y ella me dijo: «Yo me podré morir cuando vaya a Tiberiades». Y fuimos. Había una rampa de piedra, una playa con piedrecitas, y mi madre iba en silla de ruedas. Cuando llegamos, miré a mi hermano y le dije: «¿Vamos?». Y me dijo que sí. Cogimos la silla entre los dos y la metimos en el lago. Nuestra madre se puso de pie en el lago y fue la mujer más feliz del mundo, junto a aquella piedra donde Jesús había dicho: «Vamos a almorzar». Volvimos de Tierra Santa y enseguida murió. Sí. Ya había ido a Tiberiades.
Vamos a meditar un rato junto al lago de Tiberiades, mientras Jesús prepara el pescado, ese Jesús que ha resucitado, que está vivo, entre nosotros, y que también quiere almorzar. «Después de esto, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberiades. Y se apareció de esta manera: estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el mellizo, Natanael, el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos. Simón Pedro les dice: “Me voy a pescar”. Ellos contestan: “Vamos también nosotros contigo”. Salieron y se embarcaron y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo cuando Jesús se presentó en la orilla, pero los discípulos no sabían que era Jesús. Jesús les dice: “Muchachos, ¿tenéis pescado? Ellos contestaron: “No”. Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis. La echaron y no podían sacarla por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: “Es el Señor”. Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, soltó la túnica y se echó al lago. Los demás discípulos se acercaron en la barca porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Al saltar a tierra ven unas brasas, con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: “Traed los peces que acabáis de coger”. Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes, ciento cincuenta y tres, y aunque eran tantos no se rompió la red. Jesús les dice: “Vamos, almorzad”. Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da. Y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a sus discípulos después de resucitar de entre los muertos».
¿Te imaginas la conversación? Les explicaría que venía de ver a su Madre. Quizá les explicaría el descenso a los infiernos y cómo se encontró con Abraham, con Isaac, con Rubén, con Leví, con Judá, con José el de Egipto, con Juan Bautista y también con tantos y tantos hombres de bien que habían vivido esperando la venida del Mesías… Y les empezaría a hablar de misión en la Iglesia, y quizá también de las persecuciones, de la valentía de tantos mártires, de dónde podría ir cada uno. Es posible que recordaran momentos que habían pasado juntos: cuando Mateo dejó todo encima de la mesa —el dinero, las listas, las sillas… ¿qué pensarían los de su pueblo cuando dio el banquete, para celebrarlo?—, o cuando les lavó los pies en la Última Cena, o cuando Judas bajó la cabeza… ¡Qué pena lo de Judas! Nosotros, que habíamos comido y bebido contigo, y ahora no estamos todos… Tendremos que escoger a otro.
¡Qué bonito que, cuando Pedro decidió ir a pescar, los otros dijeran:«Vamos también nosotros contigo»! Que nunca abandonemos la Iglesia. Que siempre vayamos a pescar con nuestros pastores, con nuestros obispos. Que la oración no abandone nuestra pesca —«En tu nombre echaré la red»—. Sí. Llevaban toda la noche pescando. Se sabían el lago de memoria: sabían dónde estaban los peces, cuándo estaban, dónde iban, a qué a qué hora volvían… pero le hicieron caso. ¡Tantas veces pasa eso! Te piensas que no, pero luego es que sí, porque no depende de ti. Nada depende de nosotros. Solo depende de Dios. No depende de lo que trabaje ni a la hora que me levante. Solo depende de lo que el Señor quiera y de lo que yo le deje hacer. Quizás también depende de nuestra fe, pero la fe nos la da Él, así que ya se la podemos pedir, como hacían los apóstoles, como le pedía la gente: «Señor, pero aumenta mi fe». Y también los que le gritaban: «Jesús, hijo de David, ten compasión de mí».
Estarían, a lo mejor, recordando milagros y grandes momentos: las veces que iban a Betania, lo que se enfadaba Marta porque no le ayudaban, y a lo mejor les entraba la risa. Seguro que alguno le diría a otro: «Tú podrías haber ayudado un poco hijo mío. Que entre que no te enteras de nada, Felipe, que no hacías nada por ayudar a los demás. ¿Tú qué hacías con él por nosotros? Pasear». Y seguro que Felipe no se lo tomaría mal… Y el día de la multiplicación de los panes. «Doscientos denarios de pan no bastan para que a uno de estos le llegue un bocado». ¿Qué pensarían cada uno cuando dijo: «Ponedlos en grupos de cincuenta»? ¿Y al recoger los cestos? ¿Y en Caná? En Caná no sé si estaban todos, algunos puede que no, pero ya les habrían contado que la Virgen María le había «robado» a Jesús el primer milagro…
¡Qué almuerzo tan ameno! ¡Vaya conversación! ¡Qué buena oración! Eso es hablar con Dios, con un Dios vivo, con un Dios hecho hombre, con un hombre que es Dios. Con Jesús, que está vivo entre nosotros. ¿Por qué no vas a verlo más? ¿Por qué no le cuentas tu día? ¿Por qué no le pides ayuda? ¿Por qué no te crees que está aquí? ¿Por qué no lees la Biblia, con lo que pone? Sí, resucitó y está entre nosotros. Y como él, también nosotros resucitaremos; por eso dice san Pablo que, si Cristo no ha resucitado, nuestra fe es vana… Tenemos fe. Celebramos misas por nuestros difuntos, creemos que están en el cielo. ¡Pues vamos a la patria prometida! Sí. Vamos con ilusión, como iba el pueblo de Israel al salir de Egipto, con Moisés y con Josué al frente, y todos los ganados y todo lo que tenían hacia la Tierra Prometida, dejándolo todo: los trabajos, los ídolos, los esclavos, los nativos, los egipcios. Todo eso, fuera.
También nosotros queremos seguirte a ti, Señor. Queremos que Tú seas el Señor de nuestra vida, de nuestra historia, de nuestra fuerza, de nuestra alma, de nuestro gozo. Ven, Señor Jesús. Vuelve pronto. Llévanos contigo a la Tierra Prometida y que ese anhelo de felicidad y de vida eterna lo llevemos siempre en el pecho y lo contagiemos a los demás.
Levantemos la voz al cielo y felicitemos a la Virgen María por la resurrección del Hijo. Demos gracias a Dios por haber conocido que Dios se hizo hombre, murió y ha resucitado por nosotros, y como Él, también nosotros resucitaremos. Que pongamos nuestra alegría pascual a los pies de la Virgen Santísima para vivirla con Ella. Que aprendamos a decir sí al Señor.
Cuando el ángel le preguntó, María no dijo: «Voy a hacer todo lo posible, con mi esfuerzo lo conseguiré…». No. «Hágase en mí según tu palabra». Que el Señor ponga en nosotros las palabras, las obras, los pensamientos y los sentimientos del corazón de Jesús con la ayuda de su Madre Santísima. Para eso, solo para eso, estamos meditando estos ejercicios espirituales; para eso, solo para eso, recibimos a Jesús en la Eucaristía. No para que nuestras obras sean santas, sino para que Cristo, con su cruz, con su muerte y su resurrección, a través de su sangre, nos limpie y nos haga dignos: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa…».
Antes de terminar, volvamos unos momentos a Tiberiades para escuchar al Señor hablando con Pedro. «Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: “Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?”.Él le contestó: “Sí, Señor, Tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis corderos”. Por segunda vez, le pregunta:“Simón, hijo de Juan, ¿me amas?”.Él le contesta: “Sí, señor, Tú sabes que te quiero”. Él le dice: “Pastorea mis ovejas”. Por tercera vez, le pregunta: “Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?”. Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez “¿me quieres?” y le contestó: “Señor, Tú conoces todo, Tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta mis ovejas. En verdad en verdad te digo, cuando eras joven tú mismo te ceñías e ibas adonde querías. Pero cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará donde no quieras”. Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: “Sígueme”. Pero volviendo, vio que le seguía el discípulo a quien Jesús amaba, el mismo que en la cena se le había apoyado en su pecho y le había preguntado: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar?”.Al verlo, Pedro dice a Jesús: “Señor, ¿y este qué?”. Jesús le contesta: “Si quiero que se quede hasta que yo venga, ¿a ti qué? Tú sígueme”. Entonces se empezó a correr entre los hermanos el rumor de que ese discípulo no moriría, pero no le dijo Jesús que no moriría. Este es el discípulo que da testimonio de todo esto y lo ha escrito, y nosotros sabemos que su testimonio es verdadero. Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que en el mundo entero no podría contener los libros que habría que escribir».
Señor, como a Pedro, a mí también me lo has preguntado: «¿Me amas?». «Sí, Señor, Tú sabes que te amo». Y a ti, ¿cuántas veces te lo pregunta? En cada circunstancia, en cada situación, en la enfermedad de un hijo, en el abrazo de una madre, en la despedida de un ser querido, con los problemas de cada día, junto a tu cruz, con el gozo y la alegría de tantas cosas buenas que nos pasan cada día… Señor, ven a nuestro encuentro. Ven también sobre el Santo Padre, en quien permanece la misión que le encomendaste a Pedro. Ayúdale, guíale en su camino y protégele, para que pueda decir siempre: «Señor, Tú sabes que te quiero». Que sea para todos nosotros un referente de paz, de ternura y de amor, como lo es el corazón de Cristo. Que permanezcamos unidos a él en la una, santa, católica y apostólica Iglesia. Que todos vivamos desde la oración una unión primordial con él y con nuestros obispos.
Que la Santísima Virgen pueda hacer de nuestra Iglesia una Iglesia mariana, porque sin María no hay Pentecostés y sin Pentecostés no hay iglesia.
Que todo lo que hemos rezado juntos a lo largo de estas páginas sea cierto en la vida de cada uno de nosotros, para que lo vivamos; y no solo para que lo vivamos, sino para que también lo transmitamos. Y para que el gozo de la resurrección del Señor nos acompañe siempre hasta cualquier Emaús, donde quiera el Señor que vayamos. «Quédate con nosotros, Señor, que la tarde está cayendo». Quédate un poco más. No te vayas. Estate siempre con nosotros, parte el pan.
«El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando todavía estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro. Echó a correr y fue donde estaba Simón Pedro y el otro discípulo a quien tanto quería Jesús y les dijo: “Se han llevado a mi Señor del sepulcro y no sabemos dónde lo han puesto”. Salieron Pedro y el otro discípulo camino del sepulcro. Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro. Se adelantó y llegó primero al sepulcro y asomándose vio las vendas en el suelo, pero no entró. Llegó también Simón Pedro detrás de él y entró en el sepulcro, vio las vendas en el suelo y el sudario con el que le habían cubierto la cabeza, no con las vendas, sino enrollado en un sitio aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado primero al sepulcro, vio y creyó, pues hasta entonces no habían entendido la Escritura: que él había de resucitar de entre los muertos».
Las mujeres fueron testigos de la resurrección. Y los apóstoles. Y tú, que me lees, también eres testigo de la resurrección. Díselo a todo el mundo. Diles que Cristo ha resucitado, que está vivo y que nos ama. Que la esperanza de nuestra resurrección nos haga vivir la alegría de la fe y que podamos contagiársela a todo el mundo. ¡Jesús ha resucitado!